‘¿No queda nadie vivo?’ Lo insólito y lo absurdo en Shiro Maeda
El teatro del absurdo ha sido una de las vías más útiles para tratar ciertos temas desde una perspectiva crítica e insidiosa. Va al hueso por un camino que parece ágil y ligero y, como si el lector, o espectador en el caso del teatro, no se diera cuenta, se acaba metiendo en la boca del lobo. Cuando uno empieza a ser consciente de lo que está presenciando, ya está rodeado de la acidez y de los hechos más crudos.
Así lo hicieron Ionesco o Beckett con obras como La cantante calva o Esperando a Godot respectivamente. Mucho más suave y ligera la primera, pero durísima la segunda tratando temas que van más allá de lo que se encuentra en un primer plano y que acaban afectando y perturbando sobremanera.
Sin embargo, en lo absurdo todavía hay ligereza, hay comedia, hay situaciones y diálogos que pueden tender a lo infantil. Lo cómico nos lleva hasta el corazón mismo de la tragedia mientras uno se ríe sin parar.
¿No va a pasar nada?
En este caso es Shiro Maeda quien se encuentra al mando de esta historia. Maeda escribe, dirige y actúa. Un creador completo y contemporáneo aclamado en el Japón actual y con un teatro muy particular. Cierto es que no es ese teatro del absurdo descarnado de Beckett, pero mientras uno está relajado con la cotidianidad de la situación o incluso preguntándose cuándo va a pasar algo, literalmente, lo insólito aparece de repente para gobernar toda la narración.
Por otro lado, la comedia que podía verse en los diálogos sin sentido de La cantante calva no es lo único que lleva la historia hacia adelante en este caso. De hecho, más bien parece que casi no hay avance. El estancamiento que le hace a uno preguntarse, ¿pero va a pasar algo de una vez?
Gran parte de la potencia del absurdo reside en los diálogos, el subtexto que esconden los chistes y el humor más ridículo, así como las situaciones que caen en lo patético-cómico. Con gracias más o menos duras, que hacen que uno se ría, la sensación de que la trama está parada no es algo que se perciba tan claramente. De hecho, en muchas ocasiones, a pesar de que exista esa sensación de estar a la expectativa y de que algo suceda, la potencia y la comedia de las escenas, que sujetan ese acontecimiento esperado, eliminan precisamente esa impresión de que no está pasando nada.
Pero la obra de Maeda sí hacía que uno se preguntara, mientras observaba escenas que, pese algún que otro chascarrillo y situación graciosa, parecieran totalmente anodinas, sin ningún tipo de subtexto aparente, si no iba a pasar nada más. Conversaciones absolutamente convencionales como si escucháramos al tendero del barrio hablar con un cliente sobre el precio de la fruta. Cotidianidad pura. Y ya está. Pero, ¿de verdad que no a pasar nada?
Shiro Maeda: El arremetimiento de lo insólito
Sin embargo, entre tanta escena común y corriente, va pasando algo que en principio, también se viste de un hecho anecdótico, cotidiano. Accidentes hay todos los días, ¿no es verdad? ¿Y varios? También puede ser cierto, ciudad grande, mucha gente, claro que habrá varios. Advertidos por la sinopsis y el título, de alguna manera, el lector-espectador sabe que de ahí viene algo. Que ahí hay algo que agazapado y que, mientras uno escucha que si una se casa, que otra está embarazada y que se están investigando leyendas urbanas, saltará sobre todo esto desbaratándolo.
Entonces, así de repente, aparece lo insólito. Y ya no es un accidente. Ni casualmente dos. Lo insólito que arremete sin piedad. La amenaza permanente, continua, que se encuentra en cada esquina.
Con ¿No queda nadie vivo? Shiro Maeda viene a decirnos exactamente eso: cualquier día podría ser el último. Y lo que es peor, llagará de la nada, mientras estés tomando un helado hablando del tiempo. La amenaza continua que empieza a aparecer entre situaciones surrealistas y que, lo peor de todo, son totalmente familiares.
De ahí que la historia transcurra con facilidad y se lea rápidamente sin hacerse pesada. Incluso llega un punto en que uno se siente como si estuviera observando por una mirilla distintas situaciones totalmente comunes. Nada sucede, solo el tiempo pasa. Y de repente, cuando uno se ha acostumbrado a esa cotidianidad y sencillez, llega el primer golpe de gracia y comienzan las muertes. Como si una especie de Destino final -slasher en el que la muerte va cazando uno a uno a los personajes- se tratará y sin saber muy bien como sucederá.
Las muertes no caen en el surrealismo tan absurdo y cómico en el que podría caer Destino Final, sin embargo, salvando las distancias, y muy a grandes rasgos, se podría decir que por ahí van los tiros.
Y es que la muerte llega de manera totalmente inesperada precisamente por ese ambiente de seguridad y monotonía, de no estar pasando nada, que se construye durante gran parte de la obra.
No, no queda nadie vivo
El teatro experimental de Maeda también juega con la puesta en escena a través de conversaciones simultáneas y un espacio abierto que permite observar todo lo que está sucediendo a la vez, así como la mezcla de personajes. Todo esto dota de un realismo y una habitualidad tan alta a la situación, que cuando llega lo inexplicable, lo hace generando tal choque como si sucediera en la realidad cotidianidad del espectador.
En ¿No queda nadie vivo? esto se acentúa precisamente por cómo se suceden las cosas. Maeda viene a decir la muerte acecha en cada esquina, la muerte y el fin del mundo. Cuando menos lo esperemos estará ahí, y cuando seamos conscientes de lo que está sucediendo será demasiado tarde, inexplicable y arrasará como un tsunami.
Y todo esto mientras el tiempo pasa, mientras el diálogo puede resultar anodino sin anécdota mayor y mientras, incluso, uno se ríe.