‘Instinto Básico’: Juego de espejos
La frontera de la provocación es efímera en el séptimo arte. Son muchas las películas que levantaron escándalo en su estreno y, posteriormente, sus revisionados no plantean ninguna incomodidad a nuevas generaciones del público. No obstante, cuesta poco predecir que Instinto básico (1992) siempre será polémica. Controvertida y apasionante, en caso de haber sido creada en nuestros días, cada minuto de su rodaje habría sido gasolina para el fuego de las redes sociales.
Transcurren las décadas, pero la imagen y piernas cruzadas de Catherine Tramell siguen constituyendo una caja de Pandora irresistible de abrir, la perfecta metáfora para más de dos horas de metraje no apto para cardíacos, un juego hecho por y para violentar a la audiencia, erotizando y llevando a los rincones menos luminosos de las fantasías.
Despreciada por la mayoría de la crítica de su tiempo como un vulgar pulp calenturiento o tildada de mero crucigrama olvidable, recientes trabajos como el de Jacinto Carvalho, director del documental Basic Instinct: Sex, Death & Stone (2020), vuelven a revindicar el mucho talento condensado en el film que marcó un punto de inflexión para dos nombres clave: el cineasta holandés Paul Verhoeven y Sharon Stone, la actriz que alcanzaría la cima de la popularidad y un estatus de sex symbol que no se había visto en esa magnitud desde los días de Marilyn Monroe.
Si el fuego caminaba con Laura Palmer, el personaje de Catherine, una destacada escritora de éxito cuyas tramas parecen materializarse en asesinatos reales, convencería al respetable de que solo ella marcaba el ritmo de las llamas a su antojo, haciéndolas obedecer como en un hechizo, conjurando cuando reducirlo todo a cenizas.
Nuestra historia comienza en los días en que Carolco Pictures no dudó en pagar tres millones de dólares por los derechos un guion.
Instinto básico: el fruto prohibido
Algo se estaba moviendo en los mentideros de Hollywood. Joe Eszterhas había realizado un libreto que captó la atención de las productoras. Brillaba algo sobre aquella idea. En realidad, parecía la clase de argumento que aglutinaba todos los ingredientes que llevan a un film a reventar resultados en taquilla. Eso no quería decir que fuese fácil llevarlo a cabo.
Los ecos de la administración Reagan se mantenían vigentes en cuanto a la moralidad pública de los contenidos audiovisuales. Quizás, cual prolongación de la Segunda Enmienda, la censura estadounidense podía tolerar con menos rubor los frecuentes contenidos violentos en los colosales blockbusters de acción durante la década de los ochenta, mientras que el campo erótico permanecía como un fruto prohibido que causaría atroces calamidades si su inocente pueblo lo mordía.
Con todo, Carolco Pictures albergaba al hombre adecuado en el momento oportuno. La productora, convencida de deber ejercer un fuerte control sobre sus trabajos más relevantes, apostó por el holandés Paul Verhoeven para colocarse detrás de las cámaras en la efectiva Desafío total (1990). Los resultados fueron óptimos, mostrando que el artista europeo no había tenido un mero golpe de suerte con Robocop (1987).
Su andadura había sido llamativa desde el principio, combinando delicias patrias y turcas, mostrándose, al igual que don Juan con las conquistas amorosas, como un celoso recolector de trofeos de cacería que debían auparle a un lugar destacado dentro del séptimo arte. Desde el primer instante, Instinto básico se le antojó el Rubicón que había de cruzar para penetrar en el imaginario popular de Hollywood.
Para el artista, la sexualidad suponía una faceta más de la vida, algo que podía y debía verse reflejado en su trabajo. Pronto, tuvo el espaldarazo de conseguir a un actor como Michael Douglas, si bien restaba la pieza clave del tablero.
Sharon Stone: This Is The Girl
Michelle Pfeiffer, Julia Roberts, Geena Davis y un distinguido etcétera fueron los nombres barajados para un casting bizantino. Las agencias sabían que, si su actriz conseguía aquel papel, podría ser un arma de doble filo, algo que condicionase para siempre una carrera. Verhoeven tenía una candidatura especialmente en mente: su compatriota Renée Soutendijk.
No obstante, como bien ha advertido Jordi Revert, finalmente comprendió que haber utilizado a una artista europea, por talentosa que fuese, habría supuesto efectos contraproducentes. Si Catherine Tremell provenía del otro lado del Atlántico, algunas voces podrían clamar que el mensaje volvía a ser que esa clase de prácticas y boutades anidaban exclusivamente en el Viejo Continente, más laxo en las cuestiones de alcoba.
Despejada aquella duda de la ecuación, el cineasta holandés recordaría las afirmaciones de Arnold Schwarzenegger sobre una de sus compañeras de reparto en Desafío total (1990): Sharon Stone, todavía desconocida para el gran público, encarnaba un ideal de perfección.
Originaria del estado de Pensilvania, Stone comprendía que la mera belleza no bastaba para prosperar en la selva de Hollywood. Por ello, hizo una apuesta arriesgada, posando en una portada de la revista Playboy. Tiempo después, admitió que la jugada publicitaria tenía como firme propósito colocarse en el escaparate como la más idónea aspirante a Instinto básico.
“Cuando entré en la industria se usaba el término follable para ver si uno era un buen fichaje. Los ejecutivos se sentaron alrededor de una mesa grande y discutieron. En mi caso, pensaron que no lo era”, afirmó la intérprete en 2019, rememorando aquellos tensos inicios. Un reflejo de un latente machismo y cosificación de un negocio al que ella, a partir de su irrupción en la célebre revista, iba a doblegar y manejar a su antojo.
Instinto Básico: Blonde Poison
Nada fue sencillo desde el inicio del rodaje. Irwin Winkler, poderoso inversor, terminó abandonando el barco tras sus polémicas con Verhoeven, especialmente en materia de las escenas lésbicas del largometraje. En su lugar llegó Alan Marshall, quien se mostró en mayor comunión con el realizador holandés.
Desde el principio, el cineasta quería forzar los límites que parecía consentir la industria. El libreto de Eszterhas echaba humo, pero las descripciones de los momentos sexuales no se detallaban. Pretendiendo dejar al Kama Sutra como un frío libro teórico, el director dibujó un detallado storyboard que mostró a Michael Douglas y Stone.
Aquello trazó el preludio al bautizado como “polvo del siglo”. Stone quería rodar escenas de sexo que rezumasen autenticidad. De cualquier modo, llevó mal el engaño del director cara al mítico interrogatorio, donde se hicieron trucos que marcasen el pubis de la intérprete. Pese a ello, Verhoeven ha ofrecido una versión diametralmente opuesta a la descripción de su estrella en un libro de memorias.
Un crossover que iba a ser mil veces emulado, parodiado y jamás superado. Si una escena alcanza el rango de icónica cuando hace reconocible el título de la cinta a kilómetros de distancia, la expresión y sudor frío de John Correli (Wayne Knight) fue la metáfora de lo que muchas personas sentirían en la butaca al observar a aquella femme fatale que dejaba en superfluo todo lo que creíamos saber.
Un gourmet del séptimo arte como Tomás Fernández Valentí ha diseccionado los ocho días que requirió grabar el momento más íntimo compartido por Michael Douglas y Sharon Stone. Nunca se filmó el dominio de Eros así para las salas comerciales y rara vez volvería a hacerse, resultado lógico del temor de las distribuidoras a recibir una categoría de solamente apta para espectadores mayores de edad.
La guerra privada de Verhoeven
Aquellos títulos de crédito sonaban a vieja promesa. Una que su público más leal reconocería de otro de sus trabajos predilectos: El cuarto hombre (1983), cinta neerlandesa que le sirvió como carta de presentación para Hollywood: si querían sus servicios, eso era lo que compraban. Visceralidad, perturbación, pasión y un punto erótico malsano y suculento que no oteaba por aquellos lares desde los días de Alfred Hitchcock.
¿Qué ocurriría si mezclásemos la sofisticación romántica de Vértigo (1958) con la terrenal Frenesí (1972)? Devoto admirador de Sir Alfred, Verhoeven se sabía en San Francisco, aquel puente que James Stewart y Kim Novak habían inmortalizado. Él quería capturar esa belleza, deseo y ensoñación, pero salpicándolo del sudor y marcas de uñas en las sábanas.
Jan de Bont se erigió en el socio perfecto. Detallista responsable de fotografía, logró componer un abanico de sombras y luces azules, idóneas para esta tórrida aventura urbanita en La Bahía.
Aquello no podía permanecer sin reacción en una urbe cosmopolita y que había luchado, mucho y bien, para conseguir el reconocimiento de la comunidad homosexual. Queer Nation, GLAAD y otras instituciones se enfurecieron con la rumorología alrededor de la villana bisexual y cómo podía perpetuar viejos fantasmas estereotipados.
Hubo atisbos de naufragio, pero el almirante holandés mantuvo el timón. Se negó a cambiar el personaje de Michael Douglas por Kathleen Turner y no modificó ninguno de sus planes iniciales con la carismática protagonista. Su tesis quería llevar la cuestión a un verdadero punto de libertad: no importaba que Catherine se acostase con hombres o mujeres, su esencia e interés radicaba en su amoral astucia, sin que esa condición sexual la definiese en lo absoluto.
El tiempo le ha dado la razón con una escritora que podría codearse con Mabuse y Lecter sin ninguna clase de rubor.
Instinto básico: trampas mixtas
Michael Douglas se alistó desde el inicio de aquella epopeya. El actor ya había estado en una pieza de tintes parecidos, Atracción fatal (1987), acompañando a la estelar Glenn Close. En el futuro, tras su detective Nick Curran de Instinto básico, se las vería con otro de los iconos más deseados de aquella década: Demi Moore en Acoso (1994).
Sea como fuere, igual que sucedía con Gilda, nunca hubo una mujer como Catherine. Douglas tuvo ante sí un reto mayúsculo, consciente de que las miradas se iban a pasar por la receptora de la pasión de su personaje. La consciencia de que una adicción puede ser mortífera, pero hay quien se lanza hacia ella como si no hubiese un mañana.
En ocasiones, se ha afirmado que Verhoven vulgariza el universo hitchcockiano. Sin duda, el policía de Douglas es mucho menos agradable que la estampa ofrecida por James Stewart para Scottie Ferguson. No obstante, cualquier revisión al protagonista de Vértigo muestra no pocas artistas, sombras detrás del apacible rostro de Stewart, uno de los maestros a la hora de personificar al norteamericano medio.
Curran es una presunta fuerza del orden bestial en sus métodos y presa de toda clase de demonios. Su encuentro con la doctora Beth Garner (caracterizada por Jeanne Tripplehorn, cuya carrera se relanzó tras ese rol), psiquiatra policial que es asimismo la amante de Nick, es la escena más desagradable de todo el film. Una secuencia íntima que traspasa los límites hasta tornarse en una violación. Pese a los recelos sobre la condición bisexual de Catherine, la cámara de Verhoeven muestra mucha mayor repulsa hacia un encuentro heterosexual donde no se suaviza en nada la personalidad del policía.
Incluso su más benigno compañero, Gus, un George Dzunda inspirado, es capaz de momentos soeces en un restaurante familiar.
Instinto básico: las melodías de la cortesana
Otro fantasma que ondea en el film que hoy nos ocupa es el de Bernard Hermann, el hábil compositor que convirtió la escena de la ducha, inicialmente sin acompañamiento musical, de Psicosis (1960) en un despliegue que tornó los instrumentos de cuerda en puro hielo, ese mismo elemento que Catherine pica sin piedad en Instinto básico.
Para su banda sonora, Verhoeven cuenta con alguien que le conoce a la perfección: Jerry Goldsmith. El compositor, discípulo aventajado de Alex North, había trabajado previamente con el holandés, estando aquí en plenitud de facultades, hasta el punto de que un especialista como Ignacio Garrido considera que esta colaboración supera incluso a la celebérrima Desafío Total.
Fusionando su formación con el estilo de Hermann, Goldsmith realiza un portentoso recorrido, convirtiendo en seductoras aquellas cuerdas amenazantes, pero pendiendo siempre, cual espada de Damocles, una sensación de amenaza latente, la fina tela de araña en la que será inevitable caer.
Otro de los temas excelsos en su honestidad brutal es “Catherine and Roxy”, momento que revindica al personaje de Leilani Sarelle, nada menos que Roxy Hardy, la atractiva y celosa amante de la literata.
Le Plaisir
Su pulso con Nick lleva a muchos de los clichés típicos del cine norteamericano, si bien mostrados con una grandiosidad que obliga a la mirada a permanecer pegada a la pantalla. Douglas se arriesgó a filmar esas escenas al volante en curvas sinuosas que exhiben a alguien que vive al límite en una espiral de autodestrucción. Para Catherine, todo es una melodía cortesana, un divertimento donde pone y conoce las reglas a la perfección.
Para el resto, una ratonera de pasiones donde solamente cabe augurar salir herido. De ahí la condena. De ahí el placer.
Gary Goldman, asistente de guion durante todo el rodaje de Instinto básico, posee algunas de las claves del enigma. Para Verhoeven, condensaba el neo-noir que había querido llevar a cabo, la ecléctica mezcla de dos de las obsesiones humanas: sexo y muerte. Sea como fuere, el auditorio jamás ha dejado de discutir que sucedió en la cama del apartamento de Nick, donde le vemos por última vez con Catherine.
Por su lado, Stone respondía al fin a aquella vieja cuestión lanzada por un maestro como Otto Preminger: ¿Ángel o diablo? (1945). Pues ambas cosas a la vez y sin que exista ninguna contradicción. El trabajo mayúsculo de una actriz que, Pedro Almodóvar dixit, siempre ha sido excelente, aunque tal vez su entorno y ella misma puedan haber errado en alguna elección de proyecto, donde podríamos incluir la desmitificadora Instinto básico 2 (2006).
Guárdate de los idus de marzo había sido la advertencia a Julio César. Para el puritanismo de celosía y Santo Oficio, fue el mes de 1992 donde se alumbró una de las provocaciones más truculentas, atrevidas y aditivas que se recordaban. No así en el caso de otros debates, siendo maravilloso que en el célebre documental Blonde Poison: The Making of Basic Instinct (2001), muchas personas activistas que se manifestaron el rodaje intercambien sin problemas percepciones y opiniones con el elenco responsable de un filme que costó 45 millones de dólares y recaudó más del doble.
Frank J. Urioste, editor de Instinto básico, hizo un trabajo de fino ebanista, incluyéndose las versiones separadas por el Atlántico, unos segundos que marcaban la diferencia y alimentaban la leyenda alrededor de Sharon Stone.
Todavía hoy, suele decirse que fue coger Supervixens (1975) y mezclarla con Hitchcock. A pesar de esas hipótesis, qué placer, no solamente para los sentidos, sino también cinematográfico.