‘Excalibur’: los ecos de la Dama del Lago
La culpa de todo fue de Geoffrey de Monmouth. Si este astuto clérigo del siglo XII d.C. no hubiera recogido con tanta habilidad los antiguos mitos y leyendas para hacer una fantasiosa crónica de los monarcas británicos, nunca hubiéramos escuchado nada acerca de una espada mágica encantada llamada Caledfwlch. Con el tiempo, la más cómoda denominación de Excalibur resultó adaptada para definir a un arma que todavía lleva a legiones de turistas a probar suerte en una atracción de Disneyland intentando arrancarla de la roca.
De cualquier modo, en las esferas cinéfilas ese apelativo provoca una sonrisa disimulada. Excalibur (1981) evoca a uno de los filmes más prodigiosos rodados en la fecunda década de los ochenta. Quizás sin ella otros productos notables como Conan el Bárbaro (1982) no habrían sido tan bien acogidos. Cogiendo admirablemente y mezclando piezas clásicas, el compositor Trevor Jones dejó algunos de los mejores instantes musicales para las cargas de caballería y los castillos misteriosos.
¿Por qué el film de John Boorman ha logrado traspasar fronteras para ser uno de los santos y señas de Camelot? A fin de cuentas, el género de capa y espada ya tuvo Los caballeros del rey Arturo (1953), por no hablar de la animada Merlín el encantador (1963), pasando por el musical Camelot (1967), entre otras. Pese a ello, por alguna extraña alquimia, sería la epopeya de Boorman aquella destinada a abrir una nueva puerta al género y revitalizar a unos personajes inmortales.
Excalibur: buscando a Arturo
Aquella persona que extraiga la espada de la dura piedra se convertirá en el dueño de la Corona para todas las islas. La fórmula de Sir Thomas Malory en su célebre Le Morte d’ Arthur nunca ha envejecido, siempre hay nuevas generaciones dispuestas a fascinarse por ella. Resulta demasiado sencillo dejarse deslumbrar por una mitología tan poderosa y que evoca a días tan remotos, casi impregnados del aliento de dragones.
Sin duda, podemos afirmar que John Boorman y Rospo Pallenger se tomaron licencias a la hora de hacer su guion sobre esta epopeya medieval. Y, sin embargo, pareciera que la esencia siempre permanece, como si hubiera una deliciosa improvisación que no deja de ser una aguda forma de manifestar un tributo. Nicol Williamson y su tragicómico andar en todo el largometraje reflejan a un mago Merlín dispuesto a aceptar que su mundo (el de las hadas, las escrituras célticas, etc.) ha de desaparecer para dar paso a una nueva era de la civilización humana.
Y no hay nada más próximo a la verdadera raíz del mito. Cuando la presencia romana acabó en la antigua Britania surgió una era no soñada, como habría dicho Robert E. Howard, donde las nuevas y cruentas luchas de poder dieron acomodo al alumbramiento de una nueva generación heroica. Una figura emergió sobre el resto, apenas esbozada en los pocos fragmentos que nos quedan de aquella poesía primitiva: Gwawrddur, destinado a ver cómo su nombre guerrero pasaba al más estilizado Arturo.
Un legado que fue recogido mucho tiempo después por El rey Arturo (2004), donde el protagonista interpretado por Clive Owen es directamente un militar romano que debe afrontar la caída de su Imperio y empezar de cero en Bretaña. Sin embargo, resulta más apasionante esa conexión velada y nunca explicada de Williamson de Excalibur.
Excalibur: la fórmula le Fay
Sin negar el glamour que posee reinar, cualquier actriz que pudiera elegir entre actuar como Ginebra o a la hechicera Morgana le Frey sería consciente de que es la segunda de ellas quien esconde el mayor potencial. No en vano es una de las pocas villanas del Medievo que han sobrevivido hasta arribar a un icono de la cultura popular actual como los cómics Marvel, incluso planteando alguna alianza ocasional con el Doctor Muerte, el profesor Moriarty del cómic superheroico.
Las raíces que llevaron a la etimología final de esta fascinante dama de Avalón evocan a antiguas diosas galesas. Pese a que la tradición artúrica suele presentarla en los poemas como la principal antagonista de la pareja soberana, el film de Boorman reafirma una condición más compleja que la simple maldad. Son los caprichos lujuriosos que Merlín concede al visceral rey Uther Pendragon (Gabriel Byrne) los que provocarán que Morgana pierda a su progenitor en batalla y que nazca un hermanastro no deseado mediante un ardid mágico.
Hacía falta glamour, fuerza y un punto perverso para encarnar a Morgana. Con experiencia en la Royal Company del bardo más célebre de Inglaterra, Helen Mirren era ya por aquel entonces una estupenda actriz londinense. Esa virtud de conocer las bambalinas de reyes, sortilegios y diálogos rimbombantes la habilitaba para evitar el sonrojo que suscitaban algunas de las atávicas expresiones. Boorman y Pallenger contaban con ello para que diese credibilidad algunas fórmulas que hubieran podido quedar ridículas con otra intérprete menos cualificada.
Costaría pensar en que estrellas como Helena Bonham Carter o Eva Green hubieran podido tomar tan bien ese revelo sin un precedente que todavía hoy se erige en la versión definitiva de una leyenda que sobrepasó su condición de discípula de Merlín para ser una más que formidable rival.
Morgana le Frey: magisterio de conveniencia
Desde que aceptó participar en la ópera de acero a cargo de John Boorman, Helen Mirren afirmó que no tenía problemas en reconocer el talento de su colega Nicol Williamson, pero también manifestó recelos por el carácter complicado del escocés. Ambos habían trabajado juntos en Macbeth y la convivencia resultó altamente compleja. Merced a las buenas gestiones de Boorman, la relación entre ellos en el siguiente rodaje fue más que correcta e incluso la actriz afirmó que pudo desarrollar una amistad sincera hacia su colega, quien podía llegar a ser una personalidad bastante solitaria o arisca durante los rodajes.
Inicialmente, Geoffrey de Monmouth se contentó con referenciar a una habilidosa hacedora de pociones con grades poderes que había aprendido sus trucos de Merlín. Serían versiones posteriores las que empezaron a explorar su potencial, planteando un posible parentesco entre ella y Arturo. Excalibur es la culminación de todo ello al reflejar para el séptimo arte una familia disfuncional: son los actos de Merlín los que rompieron la felicidad de la duquesa Igrayne, madre de Morgana. Como curiosidad, señalar que este personaje fue encarnado por la propia hija de John Boorman, Katrine.
Los grandes planes a largo plazo de Merlín provocan que inocentes también sufran. Quizás un remordimiento encubierto lo lleve a aceptar enseñarle lecciones a una aventajada alumna que tiene ideas propias. “El bien y el mal, nunca hay uno sin el otro”, afirma el mayor mago de Camelot, si bien podríamos matizar que en su propia naturaleza hay actos contradictorios.
El hábil uso del contrapicado que caracteriza a Excalibur permite que muchas de las conversaciones entre Morgana y su némesis se intuyan como el preludio a un gran choque: no de grandes cargas de caballería, más bien voluntades e inteligencias opuestas de dos personas ilustradas en la nigromancia.
El poder del triángulo
Chrétien de Troyes no habría tenido problemas para manejarse en la actual coyuntura de las series por plataformas. El poeta de Champaña vivió en el siglo XII y supo que debía haber un triángulo amoroso tormento entre Lancelot, Ginebra y Morgana. Le encantaba la mitología recopilada por Monmouth, pero debían aderezarse algunos ingredientes para que el caldero echase espuma. ¿O es que los romances imposibles no suelen ser la antesala del favor del pueblo?
Naturalmente, Boorman coincidió con él y pronto presenta la disyuntiva que se genera en Cherie Lunghi (Ginebra, la reina de Camelot) y Nicholas Clay (el mejor caballero). Si bien ha sido el eje central de productos como El primer caballero (1995), Excalibur le da un peso dramático a la hora de marcar el inicio de la decadencia de la Mesa Redonda, aunque aborda acontecimientos muy posteriores.
De no haber sido por la moralidad imperante en la corte, es tentador pensar que un ménage à trois habría solucionado todo. Como piezas destinadas a representar un destino que se escapa a sus manos, tanto Lancelot, Ginebra y Arturo parecen profesarse un sincero amor. El desgarro interior de Nigel Terry, el escogido para ser el rey de la Mesa Redonda, cuando descubra la consumación del adulterio es de confianza traicionada antes que de venganza.
Caballeros como Gawain (un joven Liam Neeson llamado a hacer mucho ruido en el género de acción) escenifican en sus juicios por combate, hábilmente recuperados literariamente por George R. R. Martin, el drama de muchas mujeres nobles como terminaríamos comprobando en El último duelo (2012) de Ridley Scott.
Para añadir una última gota la pócima del morbo, la intromisión de Morgana (con un truco digno de Merlín) provocará el nacimiento de un hijo fruto de la endogamia con Arturo: Mordred (Robert Addie).
Excalibur: la pasión
Desde niño, John Boorman había estado fascinado por las leyendas alrededor de Arturo y sus caballeros. Sin embargo, al ansiado film llegó tras una de sus más sonadas frustraciones: la non-nata realización de la epopeya de Tolkien, El señor de los anillos. Un revés que no menoscabó, al contrario, su disfrute a la hora de paladear cada instante de un metraje donde estaba narrando mitos que le fascinaban. Además, aquí sí pudo añadir un toque psicodélico que, de haberlo hecho en su proyecto sobre los hobbits, habría dejado en nada algunas de las protestas de las legiones tolkienianas ante la reciente serie de Amazon.
El apellido del director impregna la película hasta el punto de que, por aportaciones y pequeños papeles de parientes, algunos estudiosos del cine incluso hablan de clan Boorman para referirse a este hito. Resultó asimismo un hallazgo a nivel de casting. Hoy somos conscientes de la grandeza de Helen Mirren en su trayectoria, aunque conviene recordar que otros nombres como Patrick Stewart o Ciarán Hinds tampoco eran conocidos a gran escala hasta que irrumpieron en Excalibur.
Un entusiasmo contagioso parece presidir en cada resplandeciente armadura, tarea donde sobresalió Alex Thomson, máximo responsable de la fotografía, decidido a deslumbrar ante cada irrupción de los Perceval y compañía. A buen seguro lo logró, aunque la luminosidad estuvo perfectamente acompañada por los diseños de Bob Ringwood, responsable de vestuario británico llamado a trabajar en el futuro con genios de la industria como Tim Burton.
Los acordes de Trevor Jones llevan a que sea enigmática y misteriosa la mano femenina que siempre permanecerá en las brumas del misterio: la Dama del Lago, reparadora y custodia de la fabulosa espada que estará siempre vinculada a Arturo. Una presencia pagana que es justo lo que Excalibur potencia.
Paganismo y fuego
El cristianismo tiene una fuerte ligazón con lo artúrico. No tiene nada de extraño, puesto que el ya citado Chrétien de Troyes vivió en los días de las Cruzadas y no quería dejar pasar esa influencia, introduciendo un elemento que, en honor a la verdad, no pegaba en lo absoluto, pero terminó siendo un éxito argumental: el Santo Grial. Puede que sin sus versos no hubiéramos tenido Indiana Jones y la última cruzada (1989).
De cualquier modo, Pallenberg y John Boorman decidieron reconvertir bastantes de esos elementos, hasta el punto de que el célebre cáliz queda aquí tornado en un elemento más de la fiesta mística y plagada de brujería que filman. Mordred y Morgana usa ese anhelo de un Arturo catatónico para llevar casi a la destrucción a todos los integrantes de la Mesa Redonda. La ansiada pieza queda convertida aquí en un canto de sirena que lleva a algunos de los momentos más escalofriantes del largometraje, viéndose un Camelot crepuscular, decadente y con un monarca que ha perdido a las dos personas que más amaba.
Los tiempos más remotos presiden un tercer acto casi operístico y donde el rey terminará recibiendo unos funerales más propios de un gran guerrero vikingo antes que de un soberano de la fe. El inexorable paso del tiempo termina causando estragos incluso en dos de las figuras más imponentes de Excalibur: veremos a Morgana y Lancelot con otros ropajes, llegando a la conclusión de que incluso las eras doradas son efímeras.
La última batalla entre Mordred (caracterizado como niño por Charley Boorman; Robert Addie, adulto) y Arturo es sangrienta, carente de cualquier atisbo de honor. El hijo de Morgana y el señor de Camelot tiene reminiscencias a Aquiles, casi invulnerable y despiadado por sus habilidades de herencia materna.
Rituales celtas sumergidos
El caballero verde (2021) ha supuesto una aproximación bastante realista del director David Lowery a uno de los más aclamados cuentos artúricos. La cinta norteamericana no duda en mostrar los dientes picados de las grandes damas de Camelot y una sensación de suciedad en los castillos nobiliarios que casa bastante con el medievo más real. Las visiones sobre un mito son múltiples, si bien la hipérbole de Boorman ocupa un lugar especial dentro del séptimo arte.
Cuando observamos la Bretaña de Uther Pendragón, Excalibur abraza la oscuridad irracional. Al llevarnos a los días de su hijo, un halo de luz recorre todo. No en vano, presidentes tan carismáticos como John Fitzgerald Kennedy buscaron asociar su Casa Blanca con la antigua Camelot. Igual que con el afamado rey, el presidente estadounidense pudo comprobar que hay sombras en cualquier lugar, por esplendoroso que sea.
La pieza musical The Lady of the Lake de la banda sonora parecen atesorar todos los misterios que circunvalan una de las fortalezas más inaccesibles para la verdad histórica: la leyenda de Arturo. La dulce mano que vuelve a recibir la espada para protegerla es una invitación a imaginar que, algún día, volverá.
Y, mientras tanto, siempre nos quedarán los revisionados de la pieza más psicodélica que jamás pudo conjurarse para las salas de cine.