‘Crash’: el cóctel de velocidad, sexo y muerte de David Cronenberg

Era un profeta de estilo enloquecido y vaticinios cuerdos. James Graham Ballard fue un coloso de la ciencia ficción que disfrutaba trayendo piezas apocalípticas para inquietar a su presente. Sin embargo, solamente uno de aquellos trabajos convenció a sus detractores para afirmar que estaba más allá de los límites de la ayuda psiquiátrica. Crash había golpeado donde más les dolía: en sus vehículos, alrededor de una industria que movía millones de dólares en su país y a escala global.

Corría el año de 1973. Las páginas de Crash se escurrían de entre los dedos de la comunidad lectora. Previamente, había destapado las primeras magulladuras de la caja de Pandora con La exhibición de atrocidades. Sea como fuere, ahora cualquier Rubicón de moralidad se había cruzado para no volver, regalando un cóctel de velocidad, sexo y muerte.

Para que alguien soñase con querer adaptar algo tan oscuro al celuloide parecía necesario abrazar la locura. Había que ser David Cronenberg.

Cartel de Crush, de David Cronenberg.
Cartel de Crush, de David Cronenberg.

Crash: el film maldito

Cannes fue la piedra de toque que reveló el futuro que aguardaba a aquel estreno. Los abucheos se combinaron con un prestigioso galardón. Presente allí, Francis Ford Coppola intentó mover sus hilos para evitar el premio a una cinta que le desagradó. Asimismo, otro gigante del celuloide como Martin Scorsese insertaría Crash en su top 10 de películas de los noventa del pasado siglo.

Cronenberg nunca entendió tanto revuelo. ¿Acaso nadie estaba al corriente del material literario que estaba adaptando? La novela de J. G. Ballard se había traducido en Crash (1996), un metraje que incluso suavizaba algunos de los elementos más gore del provocador escritor que había dibujado un mundo desolado. Sea como fuere, lo mostrado en pantalla bastó para que muchos convencionalismos se echasen las manos a la cabeza y señalasen al canadiense de forma acusadora.

Otras voces de la crítica subrayaban hallarse ante un audaz experimento, la recogida del testigo del Jean-Luc Godard más despiadado a la hora de exhibir los riesgos de uno de los inventos más revolucionarios del ser humano industrial: el coche. Con todo, admiradores y censores debían admitir que abandonaban la sala de proyecciones con una sensación pringosa, un aceite incómodo que acompañaría y propiciaría que dieran vueltas a algunos de los instantes más inquietantes de aquella opereta.

Puede que el volante fuese el simple McGuffin de misterios más profundos. Si algo ha demostrado la industria cinematográfica, especialmente la norteamericana, es que jamás hay suficientes coches para hacer explotar. La verdadera bomba en las descripciones de Ballard, aquella donde Cronenberg pone el foco, es en el sexo como el elemento vertebrador de una sociedad que ha perdido la brújula.

Incluso hubo acusaciones de que sus contenidos eran directa y llanamente pornográficos. ¿Acontecía así o los temores eran mucho más profundos?

Crash.
Crash.

Cuando el abismo devuelve la mirada

En justicia, el artista canadiense que tanto metraje ha dedicado a la vieja y nueva carne no fue el pionero en aceptar el peligroso fuego de Ballard. Harley Cokeliss sorprendió a finales de la década de los sesenta del pasado siglo al aceptar una empresa que iba a mostrar el lado más devastador de los accidentes tecnológicos, sazonado de comportamientos sexuales enfermizos. Menos de veinte minutos, pero bastó para inquietar y comprender las causas que llevaron al propio escritor a poner su nombre al protagonista, quizás queriendo evitar susceptibilidades ajenas.

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No juzguéis y no seréis juzgados es una de las cláusulas neotestamentarias más hermosas que jamás se han escrito. Una llamada a la amplitud de miras que, incluso desprovista de su origen religioso, pueden aplicarse sin rubor por una persona no creyente y que quiera un crecimiento social. Con todo, Ballard obligó a mirar un abismo insondable, autorizando a que nos devolviese el escrutador proceso. Hay una disección fría de las personalidades que vertebran una extraña logia que se mantiene unida por un inquietante gusto: los accidentes de tráfico, una búsqueda de recrear esa dolorosa realidad y el placer propicio que hallan cuando logran provocar el choque.

Cronenberg ya había jugado con la idea de una dualidad entre los humanos y las máquinas, el fruto de tantas Revoluciones Industriales. Un implacable progreso donde algunas capas de piel se perdían por el camino. Incluso un largometraje tan perturbador como La mosca (1986) parece menos tenebroso que esta distopía, puesto que nuestra sociedad actual ya tiene todos los elementos precisos para acabar como los personajes de retablo que componen este descenso al inframundo.

En otras palabras, estaban logrando aplicar la lógica en las pesadillas.

James Spader y Elias Koteas en Crash.
James Spader y Elias Koteas en Crash.

Crash: sueños oscuros

Nos levantan con sudores fríos. Apenas una imagen gestada por la mente durante el sueño puede hacernos recobrar el despertar con angustia. Recuerdos incómodos, ambiciones frustradas, deseos ocultos, etc. Sin embargo, después viene la nada. El poder de la imaginación de nuestro subconsciente es tan impactante como efímero. Carece de alance y no provoca nada en el mundo real.

Sin embargo, la ficción logra permitirse la ilusión de hacernos creer que los hilos de ese mundo mágico se extiendan. A lo largo de las últimas décadas, David Lynch y David Cronenberg han ejercido como sumos pontífices de lo onírico, mostrando el reverso del espejo. Como habría dicho Shakespeare, hay un método en su locura y películas como Carretera perdida (1997), Videodrome (1983) o Mulholland Drive (2001) nos fascinan porque hablan de aquello que hemos enterrado como sociedad.

Crash no va a la zaga de ninguna de ellas en cuanto a que es un futuro que suena terriblemente cercano. Casi un preludio de Black Mirror. En vano, buscamos una pausa, un toque de humor o un instante de ternura. Sin embargo, Cronenberg no está dispuesto a ello, zombificando a sus personajes hasta límites inhumanos. Incluso el sexo, tan abundante en el film, alberga connotaciones de fría mecánica.

Apenas hemos aterrizado en el escenario y presenciamos varios encuentros íntimos. Todos ásperos, casi metálicos. Durante el montaje, Cronenberg suprimió algunas, puesto que en ellas la cámara había captado momentos de complicidad o química, justo los elementos que quería arrojar fuera de la ecuación. James Spader daría vida al Ballard ficticio, un reputado hombre de la industria del cine.

Aparentemente, el hombre que tiene todas las necesidades materiales bien cubiertas. En lo afectivo, está casado con Catherine, una pareja con la que intercambia confesiones sobre sus mutuas y consentidas infidelidades estilo Underwood.

Deborah Kara Unger es Catherine y James Spader interpreta a Ballard en Crash.
Deborah Kara Unger es Catherine y James Spader interpreta a Ballard en Crash.

Deborah Kara Unger: Blonde

Sin negar ningún mérito a su interesante carrera como actriz, el desperdicio de talento que ha hecho la industria cinematográfica con Deborah Kara Unger ha sido notorio. Su papel como Catherine, esposa de Ballard, en Crash le llegó en un momento clave de su carrera. Debió haber sido el punto de inflexión para ofertarle papeles de esta naturaleza atípica, pero terminaría erigiéndose en excepción a la regla.

Su sensualidad es una de las bases que sustentan las trampas constantes de un producto tan rocambolesco como The Game (1997). Igual que Eva Marie Saint con Cary Grant en Con la muerte en los talones (1959), entendemos perfectamente que el bueno de Michael Douglas termine dejándose arrastrar por una presencia rubia que subyuga. Sin embargo, nunca tuvo un reto tan mayúsculo como el de Cronenberg.

Si todas las almas perdidas que vagan en sus automóviles por Toronto parecen anestesiadas en sus sentimientos, Unger logra que el drama de Catherine sea incluso mayor. Con la única excepción de las conversaciones en la azotea con su marido, un instante de confidencias donde observan extasiados el tráfico, rastreamos vanamente en el metraje para hallar una mirada o un instante de verdadero contacto humano.

¿Qué ha llevado a ese matrimonio hasta un punto de no retorno? La espiral a la autodestrucción jamás está explicada, en cuanto se adaptan a las mil maravillas en el enloquecido culto de Vaughan, el hombre que inicia a Ballard en su peculiar “arte” tras conocerle herido de gravedad por culpa de un accidente automovilístico. Y eso incluye la escena del lavadero de coches, un ménage à trois absolutamente particular y donde, pese a que casi no vislumbramos nada, tenemos uno de los instantes eróticos más oscuros del pasado siglo, a la altura de los que vimos en Terciopelo azul (1986).

Crash, de David Cronenberg
Crash, de David Cronenberg.

Crash, de David Cronenberg: deseos lacerados

Cuesta imaginar un film como Titane (2021), dirigida por Julia Ducournau, si no hubiera existido previamente Crash. Los avances automovilísticos vistos como un extraño híbrido entre el progreso y lo salvaje, usando la velocidad para probar nuevas puertas en el género del horror. Como bien ha subrayado Ángel Sala, Cronenberg es un apasionado de ese microcosmos, algo que ya dejó patente en Fast Company (1979), donde asimismo rendía tributo a otro de sus placeres: el rock.

Pese a ello, Ballard y el viciado círculo donde se integra tendrían problemas en expresar sus anhelos. Son el fruto de una sociedad que únicamente logra excitarse con una fusión enfermiza del Eros y el Tánatos. Su satisfacción siempre es efímera, obligados a más dosis en un camino que parece abocado a la autodestrucción. Con semejantes mimbres, el cineasta canadiense logra una difícil alquimia: su obra nunca juzga, hasta el punto de generar sentimientos encontrados en la audiencia.

Gente del círculo de confianza de Cronenberg le aconsejó, no sin buenos fundamentos, que intentase anexar un primer acto donde quedase explicado cuál fue el momento donde su protagonista desarrollaba la parafilia. Su negativa, firme y contundente, es el arma de doble filo para su obra. Por un lado, es una tremenda fuerza la que arrastra sin ninguna clase de código ético a esta logia pagana del motor, pero también hace que sus integrantes parezcan insectos diseccionados por un director que se mantiene en todo momento alejado de ellos.

Y eso incluye incluso a los dos más inquietantes: Helen Remington y Robert Vaughan. La primera, perfectamente caracterizada por Holly Hunter, es la mujer que viajaba en el otro vehículo que choca con Ballard por primera vez. Su esposo muere en el acto, aunque eso únicamente es el principio de todo.

Holly Hunter e Helen en Crash.
Holly Hunter e Helen en Crash.

La muerte erotizada

Entre ambos supervivientes queda una atracción que tardarán poco en canalizar, incluso viajando al lugar del siniestro u observando sus magullados medios de transporte. Ballard y Helen tienen un encuentro físico que les apasiona, si bien todo es provocado por la atmósfera los recuerdos de la proximidad a la muerte en velocidad que compartieron. Cronenberg filtra en ellos una obsesión propia, mostrando casi envidia por unos seres que logran superar una de las dudas que más azotan a la humanidad y hallar placer con ello.

Naturalmente, una boutade de un enfant terrible del séptimo arte que está forzando a la persona espectadora hasta límites insospechados. Máxime si tenemos en cuenta las fórmulas más provechosas en los éxitos de taquilla: el atractivo de sus repartos y persecuciones a gran velocidad, casi nunca exentas de explosiones. No obstante, si bien Rosanna Arquette siempre puede ser un reclamo de belleza, su Gabrielle en Crash provoca una sensación más que extraña, siendo un cuerpo lacerado por las colisiones a las que es adicta.

Una de las escenas más arriesgadas en una película que nunca es segura la hallamos en el sofá donde Gabrielle, Helen y Ballard se excitan viendo antiguas cintas en formato VHS donde se muestran simulaciones de accidentes en circulación vial con maniquíes. En mil circunstancias, la mera pretensión de rodar esa escena provocaría hilaridad o incredulidad. La grandeza oscura de Crash es que el bizarro instante es perturbador en su contemplación.

Holly Hunter sostiene el extraño mundo interior de Helen, quien nunca menciona nada de su marido. ¿Su muerte fue un pesar o un alivio? ¿Cuándo descubrió ese placer inconfesable por las situaciones extremas? O, en otras palabras, ¿cuándo unió su destino a la oscuridad de Vaughan?

Crash.
Rosanna Arquette, Holly Hunter y Jamaes Spader en Crash.

Elias Koteas: Lord Vaughan

Lord Henry es el personaje más fascinante que podemos hallar en El retrato de Dorian Gray. Su creador, el prolífico Oscar Wilde, habría podido escribir varios tratados sobre el funcionamiento real del mundo victoriano: practicar los vicios más aberrantes en las sombras y predicar la bondad. Él hizo lo contrario, convirtiéndose en carne de condena entre los barrotes.

Aunque lo tenemos presente en toda la novela de Wilde, Henry desaparece a mediados de la misma, algo que deja un vacío, problema que se intenta subsanar en la caracterización que hizo de él Colin Firth de él para la libre versión cinematográfica de 2009. Algo similar ocurre en la novela de Crash, donde Vaughan es una especie de fantasma. En la pieza de Cronenberg, se evapora a sí mismo, casi fusionado con su vehículo.

Elias Koteas brinda una de sus mejores actuaciones para hacer de una presencia enigmática que roba el show. En otro universo, Vaughan podría ser uno de los líderes que hallamos en El club de la lucha (1999), otra pieza cinematográfica que adaptaba una obra literaria de alto voltaje. Obsesionado con las muertes automovilísticas de estrellas como James Dean o Jayne Mansfield, aglutina un culto pagano donde logrará incluso que Ballard se tatúe sus extrañas profecías.

Proyecto es una palabra muy usada para hablar del gran sacerdote que se mueve entre talleres y autopistas, pero Cronenberg admite que nunca tendremos una pista real del mismo. Es más, el propio Vaughan no lo sabe. Su presunto carisma es únicamente para sus acólitos, aunque la cinta tiende a sobrevalorarlo en algunos compases. Si bien puede resultarnos sorprendente, el ridiculizado Charles Manson que encontramos en Érase una vez en… Hollywood (2019) está más próximo a la realidad que las mitificaciones tan frecuentes en Norteamérica hacia la figura del serial killer.

Spader y Elias Koteas contando cicatrices en Crash.
Spader y Elias Koteas contando cicatrices en Crash.

Crash: “E pur si muove

Es legítima la postura de salir de la sala en mitad de la proyección de Crash. No lo es menos sentir fascinación hacia algo tan bizarro y que parece surgido de una pesadilla con mimbres de nuestra sociedad. No obstante, una y otra facción deberían probar un curioso experimento: volver a verla pasado un tiempo. Sin negar el fuerte contenido de algunas escenas, se ve bastante menos de lo que creíamos.

Dentro del teatro clásico, una lección inalterable era que el público permanecía absorto cuando se le obligaba a imaginar en lugar de mostrarlo todo. Lo más aberrante y oscuro de Crash es aquello que intuimos, las fibras que sabe tocarnos como audiencia. El fotógrafo del pánico (1960) era una referencia innegable para el cineasta canadiense, si bien tanto él como Ballard admiten que su producto quería traspasar una frontera: no acompañas a la demencia, lo ves todo a través de los ojos de la locura.

En todo momento, somos el voyeur privilegiado de una situación que habría podido encajar en alguna ceremonia de Eyes Wide Shut (1999). Estamos en el año del retorno de Crash a las salas de cine, acompañada de exquisitas ediciones de lujo y los recuerdos de una obra que nunca deja indiferente. ¿Su final abre una rendija de esperanza o, como perfectamente así puede ser, es la autodestrucción más desoladora que ha tenido la gran pantalla en muchos años?

Holly Hunter fue una leona defendiendo una cinta casi lapidada en algunos mentideros, dando cátedra de profesionalidad y actriz capaz de abrazar el riesgo, al igual que sus compañeras Deborah Kara Unger y Rosanna Arquette. Cuesta pensar que hoy en día pudiera rodarse algo así en circuitos comerciales, pero, qué bueno fue que pudiera hacerse en aquel año de 1996.