‘Bartleby, el escribiente’: Preferiría no hacerlo
Se podrían decir muchas cosas de Bartleby. Se podría hablar del papel de la escritura, del lugar en el que se encuentra, del narrador-jefe que lo observa atónito. También se podría hablar de Melville. De cuando empezó a gestar todo esto e incluso de los vínculos que tiene con la monstruosa Moby Dick. Pero, qué duda cabe, de que preferiría no hacerlo.
Preferiría no hacerlo
Se podrían decir muchas cosas de Bartleby. Se podría plantear que el escribiente de Melville poco o nada tiene que ver con el Leviatán de la ballena blanca que se hiciera tan conocido en su momento. De hecho, para muchos críticos incluso es considerado como la novela americana por excelencia. Sin embargo, esto no fue suficiente para opacar a la novelita de apenas cien páginas que se alejaba de las aventuras y pasiones de marineros para meterse en un cuartucho en medio del Wall Street.
Este minúsculo relato, a veces categorizado como cuento largo y otras como novela larga, tuvo, a pesar de que quizá preferiría no haberlo hecho, la fuerza suficiente en la desidia que navega por sus páginas, de arremeter contra la ballena que escribiera Melville solo un par de años antes. Y es que, a pesar de las enormes diferencias entre ambos relatos, su proximidad de fechas puede servir también para indicarnos que al final, como sucede con todos los escritores, acaban hablando de las mismas obsesiones.
Se podría decir también que, tal y como Borges remarcara en uno de sus prólogos a Melville, son muchas las diferencias, pero también son muchas las conexiones y, por tanto, adentrarse en eso además de complicado, acaba siendo una tarea cuanto menos ardua que el lector preferiría no leer y, desde luego, por esta parte también preferiría no hacerse.
Sin embargo, siguiendo con la pauta marcada, no puede no señalarse la conexión entre las dos criaturas preciosas, puede que enfermizas, puede que visionarias, que deambulan por sendos relatos y el núcleo duro de ambas, como son Ahab y Bartleby. Poniendo el foco en el escribiente, ¿qué sucede con él?
Preferiría no hacerlo
Se podría decir que con Bartleby sucede todo y nada. Del mar amplísimo de los marineros pasa Melville a encerrarse en cuatro paredes de Wall Street y consigue la misma ansiedad en un sitio que en otro, las mismas angustias y el mismo devenir en sus personajes.
Llega Bartleby, nuevo empleado en la oficina de un abogado, encargado de narrar la historia en primera persona, y empieza a trabajar de escribiente copiando textos. En un principio por su efectividad parece el empleado ejemplar dentro de la oficina, pero le acaba dando la vuelta a la situación cuando el abogado le pide que haga algo y se encuentra con un muro inquebrantable: preferiría no hacerlo.
Lo que en un principio parece una actitud de rebeldía respecto a una propuesta del jefe con la que no se está de acuerdo, se acaba convirtiendo en la única forma de actuar de Bartleby hasta llegar al completo absurdo. Y claro, hace gracia. Hace gracia para quien lo ve de lejos y todo se dibuja de una forma ridícula.
Se podría decir también que de esta forma el escribiente consigue meterse en la cabeza del abogado que, sorprendido, nos cuenta sobre esa extraña criatura que habita en su oficina. Y el aura de misterio que genera por sus actos, sus palabras y sus decisiones lo hacen querer más, que igual que el lector; acaba necesitando saber quién es el irreverente que escribe en la mesa de al lado.
Irreverente porque Bartleby escribe y escribe pero se niega ante las peticiones de su jefe. ¿Cómo puede este animalillo de Wall Street tener tal descaro?
Sin embargo, se podría decir que la irreverencia poco a poco deja paso a otra cosa. Algo igualmente común y que podría encontrarse agazapado en cualquier oficina gris. El aburrimiento, el hastío, el cansancio, el sinsentido propio, como escribiría Borges, de El Extranjero de Camus.
Preferiría no hacerlo
Se podría decir también, como subrayó Borges, que con Bartleby, Melville pasaba de un espacio brillante y luminoso, arriesgado e inhóspito, salvaje y, por qué no, apasionado, a un espacio mucho más gris. Como el tono de toda la novela, monótono, lineal, un cuerpo que se mueve por inercia y a velocidad constante. Ese edificio, esa oficina, esa forma de moverse y trabajar, ese ritmo perpetuo que no cambia y donde toda pasión parecer haber muerto. Si es que alguna vez existió.
Un espacio, que a fin de cuentas es mucho más común y con el que empatiza más rápidamente el lector. ¿Cuántas oficinas iguales? ¿Cuántos trabajos mecánicos? Cualquiera que trabaje entre cuatro paredes, con una función un tanto mecánica, más común de lo que parece, podría encontrar esa unidad y vinculación con Bartleby. Podría identificarse hasta tal punto que la desidia con la que se presenta Bartleby en sus rutinas primero sorprendería, luego gustaría, como un gesto de rebelión contra lo establecido y, por último, generaría esa incómoda aceptación.
La identificación es inmediata, la empatía, el hartazgo. Y precisamente por la rápida identificación y la escena tan común, el extremo al que llega Bartleby con sus acciones acaba siendo aún más ridículo.
Sin embargo, algo que no podría negársele a Bartleby parece ser la perseverancia en sus posiciones. ¿Es perseverancia realmente? Pudiera ser, pero no lo parece. Si no más bien un movimiento perpetuo, por inercia pura, que solo cambiará de rumbo si otro cuerpo entra en su trayectoria.
Cada preferiría no hacerlo cae de forma lapidaria. No es un posicionamiento rebelde, si no la única posibilidad. Pero esa sensación está conseguida desde un lugar mucho más ridículo que las obras encuadradas dentro del existencialismo, pues lo que parecía insolencia en primera instancia, negando peticiones del abogado, acaba siendo la negación de cosas absurdas. Rechazo de situaciones hasta lo risible encaminándose por la vía del absurdo.
Se podría decir que la inercia en Bartleby le lleva hasta el punto de la imposibilidad para detenerse. Pensar en hacerlo podría suponer todo un esfuerzo y, a pesar de preferir no hacerlo, se puede seguir y seguir y seguir ¿hasta cuándo?
La repetición de su acción ayuda a conformar la imagen que se percibe de él. No se genera ningún tipo de vida con ninguna de sus acciones. La novedad es inexistente porque permanece continuamente en el copy paste.
Y esa es la tónica que conquista toda la historia. Bartleby, podría usted hacer terminar esto. Preferiría no hacerlo. Bartleby podría usted marcharse a su casa. Preferiría no hacerlo. Bartleby, podría usted dormir. Preferiría no hacerlo. Bartleby podría usted comer. Preferiría no hacerlo.
Preferiría no hacerlo
Se podría decir también que la escritura de ese escribiente funciona a la perfección para contarnos eso que Bartleby no nos cuenta.
En las últimas páginas el abogado consigue saciar parte de su curiosidad respecto al escribiente y descubre que se encargaba de gestionar las cartas no reclamadas (las cartas muertas).
Estas cartas enviadas a la nada y el actual oficio de escribiente, en el que básicamente copia y pega lo ya escrito, representan bastante bien la realidad de Bartleby, al menos la que nos quiere hacer llegar la historia. La vida repetida, las mismas acciones una y otra vez donde toda inventiva ha muerto, donde toda pasión ha muerto.
La escritura apasionada, la escritura humana y genuina había acabado en esas cartas lanzadas a la nada. Lo único que permanece, lo único que llega al otro es este extraño copia y pega como el que realiza Bartleby incesantemente. Sí, desde luego que se podría decir que la escritura tal y como se lleva a cabo en la historia es un traslado de la realidad e incluso, se podría decir, como escribió Blanchot que “la escritura en Bartleby no puede ser otra cosa sino copia (re-escritura), de la pasividad en la que esa actividad desaparece y que pasa insensiblemente y de repente de la pasividad originaria (la re-producción) al más allá de toda pasividad: vida tan pasiva, que tiene la decencia escondida del morir, que no tiene a la muerte por salida, que no hace de la muerte una salida”.
Se podría decir también que no hay atisbo de control sobre esa escritura y tampoco lo hay sobre la vida. Se podría decir que controlarlo habría sido detenerse, habría sido el movimiento por detenerse, y, sin embargo, Bartleby continúa hasta lo cómico y lo absurdo. Bien puede uno reírse a pesar de todo el drama sostiene la historia.
Preferiría no hacerlo
Se podría decir también, y de esto no queda ninguna duda, que a través de una bestia gigantesca o de un pintamonas encerrado en Wall Street, Melville consigue llegar al corazón mismo de lo humano, un corazón a veces apasionado, a veces agotado. Sin embargo, fue dejado al margen y tardaría años en aparecer en las historias de la literatura.
Sí, está claro que se podrían decir muchas cosas más de Bartleby, del cuartucho en el que se encierra, del abogado o de Melville y, probablemente, a pesar de las pocas páginas que contiene la historia, no llegarían a ser suficiente por lo que, sin duda, y puede que precisamente por eso, preferiría no hacerlo.
Más que nunca ¡Ay Bartleby! ¡Ay humanidad!
Ilustración de la portada: (c) José Luis Munuera. Portada de su genial adaptación en cómic del relato de Melville publicado por Astiberri Ediciones .