‘El sonido del recuerdo’, de Justo Gómez
“Hay ruido. Ruido. Mucho ruido. Es el ruido del odio, de la muerte de los sentimientos. Es un ruido que se clava en el pecho. Que te asfixia. Que te oprime lentamente y te va perdiendo en la oscuridad. Es entonces cuando ya ni las lágrimas pueden llevarse consigo el dolor que quieres dejar. Pero a pesar de todo sigues llorando, sigues derramando lágrimas de unos ojos perdidos en el horizonte.
Sientes pasar las horas muy lentamente. Cada minuto, cada segundo lo escuchas golpear, uno a uno, muy despacio, y no termina nunca. Nunca acaba. No te deja. Las manos temblorosas que sujetan este lápiz casi no me permiten trazar estas palabras. Y mientras la sangre sigue corriendo por sus venas, las observo. Veo la delgadez de estos dedos, la blancura de su piel que tanto te gusta. Esos dedos que te acariciaron un día.
Ahora siento silencio, calma y oscuridad. La noche es quien marca el ritmo de la vida. La noche vuelve. Te echo de menos. Te necesito. Quiero que estés a mi lado para calmar este silencio mortal que rompe mis oídos y me hace entrar en una espiral que sólo tiene un final. Un único camino hacia el que me quiere llevar. Recuerdo todos esos días que pasamos juntos, entonces, antes, cuando no había ninguna mancha. Me llegan todas esas imágenes cuando el miedo se apodera de mí. Quiere sujetarme, detenerme.
No debes pensar que tú eres culpable de mis miedos y mis odios. De mi irreconciliable amistad con esta vida que me obliga a sentir un día tras otro esta realidad. Solo soñando me veo realmente feliz. En ese mundo que voy a buscar. Libre. Inmortal.
Ahora sólo queda esperar. Sin lágrimas, sin dolor, sin saber a dónde ir ni que encontrar. No existe miedo, entonces, de algo que es deseado y querido.
Te echaré de menos. Me echarás de menos.”
La insoportable levedad del ser
Hacía frío. Un frío impertinente, seco, que te cortaba la piel. Por eso desperté. Desperté por segunda vez aquel día. Eso lo hizo demasiado largo.
Era extraño que aquel autobús, que parecía nuevo, no tuviese una calefacción suficientemente buena para calentar el aire. Pensé que sería decisión del conductor no haberla conectado. Quizá hacerlo le produciría sueño. Eso no le excusaba de permitir que, además, entrara aire por las ventanillas superiores a las que no nos está permitido el acceso.
Al montarme me había acomodado en la parte trasera. Ocupaba dos asientos del lado izquierdo para así entretenerme viendo pasar los coches. Como no habría más de veinte personas pude ir recostado todo el tiempo. Apoyaba mi cabeza sobre el cristal, amortiguada por el abrigo doblado que había colocado entre ambos.
Cuando abrí los ojos observé que no había amanecido todavía y que se mantenían encendidas las tenues luces del pasillo. Me incorporé con rabia, con un estúpido cabreo contra todos y contra mí. ¿Por qué tenía que estar metido en aquel autobús y en un viaje que no deseaba realizar?
Era el primer día de clase después de las vacaciones de Navidad. No podría asistir a ninguna al no llegar a tiempo. No me importaba mucho en aquel momento. Días antes me había estado preguntando si volver o no. Si seguir ese año o dejarlo por un tiempo.
Me había despertado muy nervioso, demasiado nervioso. Mi cuerpo temblaba, no se mantenía firme y me impedía pensar claramente. Incluso creí que todo aquello, que todos los problemas que se encerraban en mi mente eran sueños creados por un excesivo pesimismo. Solo volví a ver la realidad cuando sentí en mi mano el peso de La insoportable levedad del ser.
El 5º año en Granada
Después de 5 años aún cursaba 3º de Filosofía en Granada. El resultado era bajo académicamente, pero excesivo teniendo en cuenta mi interés por estudiar y el tiempo dedicado.
Solo estaba allí por motivos personales y familiares que impedían dar un rumbo a mi vida que considerara mínimamente aceptable. Creo que decidí hacer el viaje ese día para volver a entrar en la rutina diaria y que esta me pudiera hacer olvidarlo todo.
Olvidar, tal vez, esas Navidades que rompieron el tiempo futuro y el presente inmediato que se me obligó a vivir. ¿Todo sería distinto si yo hubiera actuado de otra manera? Es difícil valorar ahora un hecho que en el momento pasado parecía tener otra importancia. Un hecho que iba a generar ese desenlace.
Todo tiempo envuelve una situación diferente de la que más tarde puede demostrar. Y ahí, en ese pequeño detalle, confluye la importancia y la inteligencia de saber ver lo que se nos esconde.
Lo que había hecho era presentar al periódico un pequeño escrito que realicé unos meses antes. Lo había presentado a mediados del mes de noviembre, para una sección de escritura libre donde publicaban algunos de los enviados. El día que yo vi aquel llamamiento para participar no me lo pensé dos veces. Busqué entre mis carpetas un recorte que le había escrito a Beatriz.
El sonido del recuerdo: Beatriz
Ocupaba menos de un folio y en él le expresaba en breves frases todo lo que sentía por ella. Como esas letras le habían gustado mucho, como me había dicho que eran unos sentimientos muy bonitos para ser reales, fue el que escogí. Por eso se puede entender que el día que abrí el ejemplar especial del siguiente mes y lo vi publicado, mi corazón latió vertiginosamente.
Me sentí orgulloso por mi reconocimiento público. Podía sentir ya las palmaditas en la espalda de mis amigos cuando lo leyeran y vieran que estaba firmado por Víctor Casas. Ese día 10 de diciembre me sentí en la cumbre.
Corrí a casa de Beatriz para decírselo y que ella compartiera conmigo aquel momento. Yendo hacia su piso, el piso de estudiantes compartido donde residía durante el curso ya que ella vivía en el mismo pueblo que yo, me pareció que fuera primavera. El sol brillaba como nunca aquella mañana.
Las calles llenas de gente rebosaban alegría. El bullicio hacía vibrar mi cuerpo. Cuando llegué encontré la puerta de abajo abierta y subí directamente. Llamé y abrió ella. Fue entonces cuando vi su rostro serio y distante.
El reconocimiento
– Supongo que estarás contento.
– Sí.- dije enérgicamente.
– Era lógico. No me extrañaría que te hubieras colgado un cartel que dijera que habías sido tú quien lo había escrito. -contestó ella, demostrando con su sarcasmo que ya lo había leído.
– ¿Me he perdido algo? -respondí sin saber qué otra más decir.
– No sé cómo no eres capaz de ver todas estas cosas. Te lo has perdido todo. O mejor, no has llegado nunca a saber ni a entender nada. Y menos a mí. Te parecerá muy bonito que te lo hayan publicado. Hoy serás el rey. Mañana Dios. Y morirás como un tonto.
– ¿Me puedes decir qué te pasa, Beatriz? Por favor, explícamelo. Tranquilamente. –dije algo sorprendido.
– ¡De verdad no te das cuenta! –dijo llorando.- ¡Todavía no lo sabes! Ya sé que te importo poco o nada, pero podías al menos respetar mis sentimientos. No te puedes reír de mí. Escribes algo, muy bonito, y me dices que eso es lo que sientes por mí y que nunca antes lo habías sentido por nadie. Que es algo entre nosotros dos y para nosotros dos. Y luego vas y lo publicas en el periódico para que lo lean miles de personas. ¿Y para qué? ¿Para que te feliciten y reconozcan? No me hagas esto, por favor.
– Creí que te gustaría verlo publicado, por eso no te había dicho nada. -dije, mintiendo al no saber cómo excusar mi desconocido error.
Ella se abrazó a mí.
Ese día no salimos de su piso por decisión suya. Estuvimos toda la tarde encerrados en su habitación, hablando del por qué de aquella acción, de mi decisión y sus consecuencias. Incluso, rompiendo las normas, me quedé a dormir aquella noche.
El sonido del recuerdo: Tiempo
Las dos semanas posteriores hasta las vacaciones se hicieron muy largas. La decisión que aquel día tomamos fue algo que nunca se me había pasado por la cabeza, que mi mente no había planeado. Dejar la relación por un tiempo. Un tiempo determinado desde el principio. Esto resultaba casi un castigo. Una lección. Y marcaba el transcurrir de los días.
Al comenzar las vacaciones de navidad, con las vidas un poco desequilibradas, volvimos a nuestro pueblo cada uno por su lado. Yo con mi tío Javier, que circunstancialmente había ido por negocios y me recogió.
Ella con su padre, que siempre la llevaba y la recogía. Que no permitía que viajara en autobús, ya fuera sola o acompañada.
El 25 de diciembre fue especialmente trágico. Tuvo que ser ese día el que anteriormente habíamos elegido para vernos los dos solos y hablar sobre la posibilidad de continuar o no con aquella relación.
Según oí más tarde, la noche anterior sus padres habían discutido. No una discusión cualquiera, si no que se había hablado incluso de separación.
Todo esto me lo contaría tiempo después su hermano.
La pelea, que había durado hasta la madrugada, alertó incluso a los vecinos. Sonaron palabras demasiado fuertes para un matrimonio, para un hijo de 15 años, o incluso para Beatriz.
No debió ser una noche fácil. Conociéndola creo suponer que no durmió ni un minuto. En ese tiempo se pueden pensar multitud de cosas. Se puede llegar a conclusiones equivocadas. No después de descubrir que horas más tarde se había dirigido hacia el cuarto de baño, se había encerrado en aquella triste soledad y había acabado con su joven vida.
La despedida
A partir de ese momento los días se sucedían sin conexión alguna, detenidos en el tiempo, vacíos de interés. Solo trataba de dejar pasar las horas.
Tras el funeral su cuerpo fue incinerado como ella quería. No se donó ningún órgano por deseo explícito de su padre. Se decidió mantener su habitación como había quedado por decisión de su madre. Tan solo se sacaron algunas cosas, como el libro que se me entregó a mí, según ella había dejado escrito.
Todos creyeron, y se dio por cierto, que su muerte había sido provocada por sus problemas depresivos y aquella inoportuna pelea de sus padres en un día tan especial. No quedó nadie sin llorar la perdida de una joven en unas circunstancias tan poco agradables.
Nadie pensó, porque nadie lo sabía, en nuestros problemas. Eso quedaría en el anonimato. Yo quedaba como único poseedor de una mortal información, que nunca sabré si tuvo o no influencia alguna en aquella decisión.
El ruido
Hoy, cuando estoy al borde de cumplir cuarenta años, algunas mañanas me levanto intranquilo y siempre miro al mismo sitio. Miro a la estantería que hay al lado de mi cama. En la soledad que desde entonces acompaña mi vida, veo ese libro, viejo por el tiempo, por el uso, ya que no paro de releer sus páginas, intentando sentir que ella está a mi lado.
Simplemente mirándolo la recuerdo. Ese título, esa historia de la que tantas veces habíamos hablado, usada como un mero contenedor en su interior de una carta. Unos folios con su letra, con sus últimas palabras plasmadas una noche mientras yo dormía plácidamente sin saber lo que estaba ocurriendo. Viviendo una falsa tranquilidad. Todavía algunas noches me lleno de valor y puedo releer esas líneas, casi perdidas, borradas por el tiempo, escritas a lápiz que desaparece como podría desaparecer su recuerdo. Con un especial anhelo pienso como empezaban: “Hay ruido. Ruido. Mucho ruido…”