‘Cisne Negro’, de Darren Aronofsky: el misterio de las puntas carmesíes
Natalie Portman ya no era ninguna principiante cuando aceptó protagonizar Cisne negro (2010). Nadie que hubiera encarnado a Padmé Amidala y salido airosa en el envite podía ser alguien a subestimar en la gran pantalla. No obstante, aquel reto de trabajar con un cineasta como Darren Aronofsky y con un guion tan oscuro como el planteado suponían una nueva frontera. Cruzar una línea que llevaba a colocarse unos zapatos bien diferentes a los de Cenicienta. El resultado fue uno de los filmes más perturbadores y fascinantes que se habían visto en décadas.
Son las zapatillas más codiciadas. Sin embargo, también se erigen como las más temidas. Las medias puntas representan a una denominación que no revela su auténtico peligro. Bajo esa inofensiva catalogación, nos hallamos frente a un calzado únicamente apto para aquellas bailarinas realmente experimentadas, cuya práctica y esfuerzo las han hecho convertirse en algo más que buenas artistas de ballet.
Únicamente tras años consagrados a la danza, estas mujeres han logrado poseer unos músculos y huesos lo suficientemente duros para usarlas correctamente. El dolor llegaría a ser insoportable si una persona neófita intentase repetir sus movimientos con esa clase de calzado.
Prepárate, hoy nos sumergimos en el extraño y oscuro mundo de Cisne Negro.
Una cacería en Arabesque
Stanley Kubrick tenía virtudes sobresalientes más que evidentes detrás de la cámara. No obstante, siempre admitió que concebir en solitario el argumento de una trama no estaba entre ellas. Eso le hacía ser muy selectivo a la hora de escoger los materiales con los que firmó sus obras maestras. Aronofsky apostó por una fórmula muy similar cuando contrató a un excelente equipo de guionistas para firmar The Understudy, una historia enmarcada en las sombras de Broadway, lejos de los letreros luminosos.
Desde trabajos previos de maestros como Roman Polanski hasta pilares de la literatura como Dostoievski, el cineasta de Brooklyn se dio cuenta de que compartía una obsesión por los dobles, ese reverso tenebroso en el espejo. Otros directores de fuste como David Lynch han colocado muchos de los cimientos de su rico universo en esa posibilidad. Un mundo tan sofisticado como el de la danza y una pieza revestida con la exquisitez de El lago de los cisnes podían ser un caldo de cultivo realmente fascinante.
Paulatinamente, la figura de la talentosa mujer iba cobrando forma en su mente. La primera vez que habló con Natalie Portman de Nina era el año 2000, aunque tardarían una década en hacer coincidir ese deseo. La silueta de una dama soportando el peso con una pierna mientras la otra está levantada y estirada escondía muchos secretos. En el largometraje parecería que Nina conseguía, al fin, el objetivo al que había consagrado tantos años de entrenamiento y estudio: ser la protagonista en una gran obra.
De cualquier modo, cualquier persona que hubiera visto El luchador (2008) sabía que los sueños americanos en esta clase de cintas se tornan rápidamente en pesadillas. En el instante que un anhelo postergado se logra, empiezan a escucharse las garras de monstruos queriendo salir a la superficie.
Cisne Negro: una maternidad pantanosa
Desde que Nina da la feliz noticia en casa, intuimos que algo no va bien. Generalmente, presentar la locura del hogar en el celuloide sin ambages puede impactar. Sin embargo, nada tiene mayor calado que mostrar a una audiencia de fuera lo normal que les parece a los integrantes de una familia una relación desestructurada. Así sucede con la fantástica ¿Qué fue de Baby Jane? (1962) y vuelve a ocurrir cuando observamos como Erica Sayers (Barbara Hershey) trata a su hija.
El lazo entre una madre y una hija es una emoción poderosa en lo afectivo. Por ello, sorprende poco que, con apenas un toque, esa luminosidad pueda tornarse en un pantano de aguas estancadas y oscuras. Aparentemente todo está en orden, si bien hay un agujero profundo. Incluso una escena de cortar las uñas se convierte en un momento de indefensión y peligro. Por momentos, hay un cierto aroma a la adaptación de Carrie (1976) por Brian De Palma.
Como le sucedía a Wendy, Nina ha aceptado el cautiverio de una eterna infancia donde, por si fuera poco, calma las ambiciones frustradas de una progenitora que también intentó sobresalir como bailarina. Este efecto era algo que la propia Natalie Portman quería experimentar, puesto que estaba en un punto clave de su carrera. Por su físico, tenía recelo de terminar eternizándose en personajes propicios para quedar eternamente aniñada.
Las crueles palabras que Thomas Leroy (Vincent Cassel) tendrán ecos en su mente con efectos demoledores: si bien Nina es técnicamente perfecta para danzar como el Cisne Blanco, carece de estímulo para ser su seductora gemela. Si Erica es una madre sobreprotectora hasta el extremo, sí que permite al director de la compañía cualquier clase de exceso, en una auténtica metáfora del coste del estrellato femenino a lo largo de generaciones artísticas.
Cisne Negro: la marisma de las musas
La dicotomía de los personajes femeninos en Cisne negro es algo muy estudiado, dejando la sensación en la audiencia de que nada ha sido puesto al azar. Por ejemplo, el auge de Nina en la compañía bebe directamente del declive de Beth Macintyre. Esta antigua bailarina que era la primera espada del grupo de Thomas Leroy es encarnada por Winona Ryder, una actriz que es indispensable para entender los grandes fenómenos de taquilla norteamericanos de finales de los ochenta y principios de los noventa en el pasado siglo.
Y es que no solamente nos encontramos con una actriz que alcanzó un gran estrellato, la influencia de Ryder provocó que se filmasen cintas luego consideradas de culto como Drácula de Bram Stoker (1992), donde no es nada exagerado afirmar que fue una productora encubierta para Coppola. En otra etapa de su carrera, el largometraje de Aronofsky permite a esta artista tratar con otra realidad que, probablemente, conoce asimismo muy bien: el drama de alguien que tiene toda la juventud del mundo para cualquier trabajo… menos para el que la apasiona.
Cuando Beth cede el testigo, pierde una parte muy importante de su aura, además de sentir que la danza a la que tanto ha dado no la ha correspondido. De hecho, es dejada en la estacada con guante de terciopelo por Leroy, como si fuera un hermoso jarrón que ya no sirve para decorar el salón.
De hecho, no parece casualidad que sea una interacción entre Portman y Ryder uno de los momentos más escalofriantes de Cisne Negro. Ambas mujeres podrían ser almas gemelas en un siniestro denominador común: la capacidad de automutilarse mental y físicamente. Los sacrificios que dejan en el altar de Terpsícore las dejan absolutamente vaciadas, cual musas que complacen a todas… menos a sí mismas.
Control y precisión
Durante sus indagaciones, Aronofsky comprendió que las almas artísticas del ballet eran diferentes a lo que conocía. Suponían un microcosmos con naturaleza propia. De hecho, muchas de las bailarinas con las que habló mostraron escaso interés cuando supieron que había trabajado en Hollywood con algunas de las mejores actrices del momento. No estaba en las expectativas de aquellas profesionales conseguir esa clase de fama mediática, pero si aspiraban a una perfección y control la profesión.
La precisión que alcanzan Nina es algo admirable de contemplar, aunque asimismo un ejemplo de algo imposible de aplicar en la vida real. La falacia de que podamos manejar cualquier reacción y todo nuestro alrededor llevaría a una exigencia psicológica agotadora y falaz. Contra su elevado listón, el personaje de Natalie Portman pronto choca con Lily.
Esta mujer de danza, interpretada por Mila Kunis, supone otra forma de encarar el sacerdocio que el Cisne Blanco ha adoptado. Sin rozar siquiera sus dotes técnicas, es capaz de entender mejor la evolución oscura de un tipo de baile más provocador, gutural e incluso sucio. Conforme pasan las sesiones, Mina teme que Lily, un nombre de resonancias bíblicas que casa con el director de Cisne Negro, acabé por lograr por cualquier clase de precio un ascenso por parte de Leroy.
Vincent Cassel logra dar un poder mental y físico intimidante alrededor de su compañía, incluso sin alzar la voz. A diferencia de Beth, queda claro que los hombres en este negocio pueden seguir en la cabeza del cartel incluso cuando el paso del tiempo les haga brotar las primeras arrugas. Un actor fetiche en la filmografía de Aronofsky, Mark Margolis, sería la exaltación a la enésima potencia de dicha circunstancia a través del señor Fithian. Importantes mecenas que sí aspiran al auténtico control de cuerpos y almas.
Cisne Negro, un cuento de hadas psicodélico
Desde su estreno, una consideración frecuente alrededor de Cisne negro era que poseía un primer acto muy potente. El libreto de John McLaughlin, Mark Heyman y Andrés Heinz logra plantear un arco absorbente para la protagonista. Portman, en uno de sus trabajos más extenuantes, nos termina llevando de la mano a su particular descenso a los infiernos.
A medida que va avanzando el guion, los recovecos serán más oscuros. La cámara consigue convertir a las calles de New York, oscuras y frías a la salida de la sesión de danza, en algo que realmente intimida. Algunos de los recursos que se utilizan para reflejar el auge de su doppelgänger serían luego evocados en Mi otro yo (2013) de Isabel Coixet, contando con otra gran actriz a la búsqueda de eludir el espectro del encasillamiento: Sophie Turner.
Si es atractivo no dilucidar claramente qué ocurre en la realidad y cuáles son las alucinaciones de Mina, eso lleva, de igual manera, a un terreno resbaladizo y tramposo. Hay momentos muy logrados, especialmente la noche donde la bailarina anhela que los dos Cisnes (Blanco y Negro) se fusionan en un homenaje lésbico que marca las pautas de las fronteras que la protagonista quiere romper. Eso es palpable a la par en la escena de la masturbación en el baño, un instante sumamente delicado para comprender la naturaleza de Mina y que Portman soluciona con gran valentía.
Esos méritos no empañan que, particularmente a lo largo del tercer acto, algunas voces críticas pongan un asterisco cara al tercer acto. Convencido de su clímax, Aronofsky, contenido en un inteligente terror psicológico hasta ahí, se entrega a una orgía visual donde Look Effects, el estudio responsable de los efectos especiales, no deja nunca de pisar el acelerador.
La inspiración oculta
Patti Aronofsky era una joven neoyorquina que atendió a clases de ballet durante el instituto. Pronto, su afición quedó fomentada por sus padres, quienes intentaban llevarla a espectáculos en Broadway. Probablemente, no podía ni imaginar que esa parte de biografía serviría de fuente de inspiración para su hermano Darren muchos años después para una cinta tan perturbadora como Cisne negro.
Casi con toda certeza, sin ese influjo familiar, el futuro cineasta no se habría aproximado tan prematuramente a la pieza de Piotr Ilich Chaikovski, encargado de componer la música que el Teatro Bolshói soñaba para ambientar un cuento de hadas muy especial. A medida que el Cisne Negro avanza, la película se va haciendo más vitriólica y aterradora, la hipérbole de aquello que el Blanco apenas esbozaba. Clint Mansell, músico británico, sabe estar a la altura de un regalo tan envenenado como confeccionar esta banda sonora tan particular.
De la mano de una Natalie Portman que, por momentos, levita, la fábula se queda convertida en una narración macabra que hubiera hecho las delicias de Poe. La cámara, siempre atenta, la acompaña en un vínculo sentimental que nos hace ver el escenario a través de sus ojos. El tipo de fotografía concebida por Matthew Libatique combina a la perfección con una coreografía racional y calculada que debe terminar cayendo en el delirio, una pérdida absoluta del control propio y ajeno.
La metamorfosis de Portman vuelve a estar cubierta de plumas manchadas de sangre, otro tributo a Terpsícore. En su rivalidad con Lily, habrá coqueteos constantes con obras clásicas del celuloide como Eva al desnudo (1950), otro palimpsesto sobre el pulso entre dos artistas que se mimetizan. Con todo, el pulso más innegable y prometeico que sufre Nina es ese cuarto de infancia eterna, castrada como objeto de coleccionista de su madre.
Cisne Negro: el sufrimiento queda en la cámara
David Lynch, uno de los grandes maestros a la hora de generar atmósferas perturbadoras, reconoce que su proceso creativo suele ser algo gozoso y que él permanece relajado mientras sus creaciones ficticias abordan caminos infernales. “Pensé que estaba en una tierra de sueños” recuerda incluso a día de hoy Benjamin Millepied, bailarín principal del New York City Ballet, que empezó durante el rodaje de Cisne Negro una relación sentimental con Portman que llega hasta nuestros días.
Resulta edificante concebir que un romance pueda surgir en el contexto de la elaboración de una creación tan oscura como Cisne negro, casi desmitificando el viejo axioma de llevarse el personaje a casa. A nivel de dirección, Aronofsky logró transformar y evolucionar varias de las buenas ideas que ya había esbozado en Réquiem por un sueño (2000).
Como el cierre del círculo nunca suele ser perfecto en la vida real, hay una cierta polémica alrededor de una inspiración negada por el cineasta: Perfect Blue (1997). Basada en la novela de Yoshikazu Takeuchi, esta cinta animada de Satoshi Kon exhibía la compleja vida de Mima (el parecido sonoro resulta relocuente) bien podría ser una fuente madre para la posterior danza con las puntas de ballet. Como suele suceder en esas cuestiones, si Aronofsky reconociera ese punto de partida, se borraría todo el revuelo y en nada desdeciría el magnífico trabajo que su equipo y él llevaron a cabo.
Y es que, como bien nos revela Nina en su último diálogo, sentir la perfección siempre exige un alto precio…