‘El nombre de la rosa’: la dulce herejía de un clásico incuestionable
Hay palabras que no deben pronunciarse. “Me gustó más el libro” es una frase que cualquier persona cinéfila debe afirmar cuando termina de ver la adaptación al séptimo arte de su obra literaria favorita. Por supuesto, cuando la novela en cuestión es una tan magistral como El nombre de la rosa (1980), es una aberración pensar siquiera otra posibilidad. Son palabras que no deben pronunciarse. Décadas de tradición imperan y los pilares de la civilización podrían tambaleare ante la heterodoxia que revolotea sobre los axiomas inviolables.
De cualquier modo, conforme pasan los años, la adaptación de Jean-Jacques Annaud sigue erigiéndose como una isla desafiante. Hay algo en sus más de dos horas de metraje que embruja tanto como las exhaustivas páginas de Umberto Eco, plagadas de fórmulas en latín y un embriagador viaje a la cultura de la época medieval. Estrenada en 1986, nadie puede quitarle el mérito de que desafió a muchas inquisiciones críticas que la aguardaban con llamas purificadoras.
¿Qué secretos se esconden dentro del laberinto de una abadía cuyo nombre prefirió omitir el envejecido Adso de Melk?
Fray Guillermo de Baskerville, I presume
“Tenía ganas de envenenar a un monje”. Con su usual humor soterrado, Umberto Eco reveló el primer impulso que tuvo allá por marzo de 1978 para embarcarse en una gran novela. Aquellas confesiones resultaron el germen de Apostillas a El nombre de la rosa (1984), un delicioso ensayo del autor piamontés acerca del making of literario del que terminó siendo su libro más recordado.
Por ello, podía esperarse alguna punzante ironía cuando fuera conociendo al casting que iba a encarnar a sus personajes. Desde el principio, Sean Connery le pareció muy capacitado… para jugar al fútbol. Sin embargo, el intelectual que abordó con mirada crítica fenómenos tan complejos como el fascismo y su pervivencia en Italia, dudaba que aquella estrella de Hollywood pudiera comprender las sutilezas del perspicaz franciscano que él concibió.
Como su propio nombre indicaba, fray Guillermo de Baskerville era un homenaje a Sherlock Holmes. Una anomalía temporal: un hombre de fe que tenía métodos adelantados a su siglo XIV para distinguir las leyes de la naturaleza y deducir los comportamientos humanos. Toda la extensa novela narrada en primera persona por Adso, con la excepción de una interesante introducción donde Eco nos hace creer que estamos ante un manuscrito histórico, confirma las expectativas en el daimon del tutor del joven e ingenuo Adso.
Sea como fuere, Eco iría cambiado la perspectiva conforme llegaban las primeras escenas. Es una gran virtud ser capaz de modificar concepciones previas, algo que no está al alcance de cualquiera. El pensador italiano se había dado cuenta de que Sean Connery había dado alma a su perspicaz sabueso: su fraile escrito quería resolver misterios con su sagacidad. El del antiguo James Bond se preocupaba realmente por el muchacho.
Y es que, siguiendo las huelleas del doctor Watson, Adso merecía su propia trama.
El nombre de la rosa: Secreto de amistad
Christian Slater dio vida al protegido de fray Guillermo de Baskerville. En no pocas ocasiones, Eco admitió que usó a este personaje como un recurso narrativo, juzgándolo casi un necio ante quien el brillo intelectual de su maestro queda reflejado. De cualquier modo, la adaptación firmada por Andrew Birkin, Gérard Brach, Howard Franklin y Alain Godard quiso abrir un interesante debate alrededor de ese prejuicio.
Obligados a acudir a una abadía perdida del norte de Italia donde han sucedido misteriosos asesinatos de frailes que trabajaban en el scriptorium, la pareja irá comprendiéndose mejor durante las escenas que vemos en pantalla. Ocasionalmente en la monumental novela, podemos observar que la mentalidad religiosa lleva a Adso a colocar algunas disimuladas críticas ante la heterodoxia de su mentor. Sea como fuere, la química entre Slater y Connery permite una relación más cercana, la cual no se limita meramente a las lecciones magistrales.
Por ejemplo, cuando quebrante su castidad con una hermosa muchacha campesina (comunidad cuyos recursos están siendo explotados sin piedad por los monjes en forma de tributos y diezmos), fray Guillermo se negará a que Adso acuda a él para el sacramento de la confesión. “Antes prefiero que me lo cuentes como amigo”, afirma en uno de los diálogos más hermosos que constituyen el metraje y que podría haber sido digno de figurar en alguna otra de las excelentes herejías que podemos apreciar en The Young Pope (2016) y su secuela The New Pope (2020).
Un fuerte humanismo impregna el camino que este padre e hijo adoptivos protagonizan durante su dificultosa investigación. La película El nombre de la rosa se permite la provocación de que Adso, en algunas facetas, termine superando a su sabia guía en las experiencias vitales que va adquiriendo.
El nombre de la rosa: un toque humanista
“¡Más pasión!” era una de las indicaciones más frecuentes de Annaud cuando se encontraban rodando, quizás queriendo transmitir ese humanismo que ya empieza a traspasar los muros de la abadía, para cuyo mágico diseño Eco se inspiró en la fabulosa Sagra di San Michele. De cualquier modo, el principal lugar de rodaje empleado por el equipo técnico de esta costosa producción (con capital italiano, alemán y francés) sería el monasterio bávaro de Kloster Eberbacj.
En uno de los aspectos más sobresalientes de la magnífica novela, el edificio de la abadía está vivo, siendo sus muros y torres casi un personaje más. Como en los grandes momentos de Agatha Christie, las más sospechosas figuras estarán obligadas a quedar encerradas en una atmósfera opresiva, mientras una importante discusión teológica ante los cardenales del papa de Roma toma lugar.
Annaud marca ese contraste entre la solemnidad de la vida cotidiana de los monjes y la miseria que preside las pocas incursiones que hacemos en el mundo de los campesinos. Serán los ojos de Adso quienes nos lleven a ver a una comunidad que constituía el eslabón más bajo de la pirámide feudal. Algunos de los planos en sus gentes casi nos evocan otra obra posterior de Umberto Eco: Historia de la fealdad (2011).
Aunque hoy tenga ribetes de clásico, la apuesta de Annaud por llevar a la pantalla este hito literario y encomendárselo a las espaldas de una estrella en presunto declive como Sean Connery resultó muy arriesgada. Columbia Pictures, entre otras productoras, cuestionó que aquel héroe de acción ya adentrado en la madurez pudiera captar una adaptación que, además, podía hacerse muy tediosa para el gran público. Igual que Eco, el director y su equipo nunca subestiman a su audiencia y dieron un voto de confianza a que entenderían todas las finas maniobras.
El nombre de la rosa: el detective del Apocalipsis
Contra lo que pudiera pensarse, los grandes sabuesos que alcanzan la inmortalidad no tienen que permanecer invictos. En pocas ocasiones Sherlock Holmes ha brillado a mayor altura ante el gran público que cuando acepta con elegancia que Irene Adler le ha superado. Recientemente, un adaptador como Kenneth Brannagh ha sabido sacar lo mejor de Hércules Poirot al presentarlo en momentos emocionalmente confusos, haciéndolo más de carne y hueso que nunca.
Umberto Eco siempre ha afirmado que El nombre de la rosa es una especie de metafísica policial donde su detective termina siendo derrotado. Más allá de La Poética de Aristóteles y la exhibición cultural que supone esta experiencia lectora, estamos ante un fray Guillermo en la misma coyuntura que muchos de los personajes interpretados por Humphrey Bogart: ser un digno perdedor, alguien capaz de tener principios en una sociedad que los ha perdido.
El autor piamontés dejaría entrever a lo largo de los años que sentía que su obra original y la versión del celuloide eran productos de cocinas diferentes. Le parecía bueno el plato que había salido finalmente, si bien echaba de menos los fuertes debates religiosos y las convulsiones medievales que su pluma había trazado con minucioso detalle de monje amanuense. De cualquier modo, Jean-Jacques Annaud sabe presentar e insinuar cómo el tema de la riqueza que llega al papado está poniendo a algunas órdenes en guardia ante cuestiones opulentas que parecen contradecir las elecciones de los evangelistas.
Acerca de la cuestión de la derrota final podríamos establecer muchas matizaciones. El equipo de guionistas que transcriben el manuscrito al lenguaje cinematográfico, ciertamente, hacen algunas concesiones al gran público. ¿Para bien o por designios diabólicos de mercado? Es un curioso enigma que merece que abramos las puertas del monasterio, al fin, a la última pieza esencial del rompecabezas.
El nombre de la rosa: la voluntad de ver al diablo
Constituyó un refuerzo de lujo. Cuando F. Murray Abraham irrumpe en pantalla como Bernardo de Gui, sentimos el poder de la Inquisición. Eso sí, de aquella de raigambre medieval, sin las particularidades que luego los Reyes Católicos consiguieron imponer en España, tan bien parodiada por los Monty Python. El efecto de Abraham es muy similar al que hallamos cuando aparece Leonardo DiCaprio en Django desencadenado (2012): tarda en aparecer, pero nadie puede dudar de quién es el final boss de la mazmorra.
En aquellos momentos, este actor estaba altamente cotizado por su deslumbrante Antonio Salieri en Amadeus (1984). Con una fuerza que radica en su personalidad y carisma, no por un físico imponente, Abraham compone a un celoso defensor de los designios de Roma, dispuesto a acabar con algunas incómodas rémoras que hay en la comunidad.
Y aquí debemos descubrirnos ante el ingenio de Eco. Los guionistas únicamente tenían que seguir sus huellas en la nieve para rastrear a algunos de los herejes más inolvidables del celuloide. No tiene nada de extraño que incluso hoy día una revista prestigiosa como Desperta Ferro: Arqueología e Historia no dude en homenajear el semblante de Sean Conney y el de Ron Perlman para su monográfico sobre heterodoxia religiosa medieval. Casi irreconocible con maquillaje y deformaciones, el futuro hijo de la anarquía compuso a un refugiado dulcinista que ansiaba ser olvidado por la Iglesia, mientras hablaba en todos los idiomas y ninguno a la vez.
Su gigantesco Salvatore solamente parece tener un verdadero amigo en el monasterio: Remigio de Varagine (Helmut Qualtinger). Con las barrigas hinchadas por el trabajo de los campesinos del lugar, ambos renegados volverán a afrontar sus viejos demonios al encuentro con Bernardo de Gui. Sin que sean precisos los diálogos, las miradas entre Connery y Abraham revelan un pasado común.
Eppur si muove
El objeto inamovible y la fuerza imparable. Lo más interesante del duelo entre fray Guillermo y Bernardo se juega en el mundo platónico de las ideas, si bien estamos ante El nombre de la rosa, una novela y película altamente aristotélicas. Mientras que el religioso de Baskerville se permite la duda en sus construcciones del mundo, Gui lleva un intransigente credo que dota de una fanática fuerza a sus palabras. Por ello, su presencia terminará buscando la solución más factible en tiempos supersticiosos: las misteriosas muertes de la abadía son culpa del maligno.
Ante semejante golpe de efecto, las indagaciones del personaje de Connery sobre las provocadoras miniaturas dibujadas por uno de los monjes asesinados progresan, pero lentamente. Pronto, el inquisidor halla a una indefensa muchacha que es precisamente la campesina con la que Adso tuvo relaciones. Añadir un gato negro a la ecuación más la presencia femenina, evidentemente malvada a ojos de Gui, resuelve aceleradamente el problema.
El personaje de esta joven trabajadora del campo es uno de los más enigmáticos. Asimismo, ocurre en la novela original. Tenemos poca constancia de su pasado, aspiraciones y estilo de vida, el cual intuimos terrorífico. De hecho, en la pieza literaria es directamente “la mendiga”. Incluso deducimos que entrega sus servicios sexuales para que los otros miembros de su grupo subsistan de la despensa religiosa. Su única elección personal es ese breve contacto con Adso que, pese a ello, intuimos nunca será olvidado por ninguno de los dos.
Valentina Vargas encarna a esta fuerza que muchos llaman tentadora, si bien puede ser lo más honesto que haya entregado por la abadía regentada por el abad representado por Michael Londsdalem quien sabe transmitirnos que la verdadera autoridad en el lugar es la del venerable Jorge de Burgos (Feodor Chaliapin), un atávico asceta poco proclive a los cambios.
El nombre de la rosa: Intimidad
Con mucha sensatez, Annaud consideraba que la escena íntima entre Adso y la joven que se colaba en el monasterio debía ser filmada en los compases finales. Justo cuando ambos intérpretes ya se conocieran bien. Hasta ese momento, lo más destacado había sido que el propio Christian Slater había llamado al cineasta para decirle que no buscasen más, tal había sido el influjo que dejó en él su prueba en el mítico Cinecittà Valentina Vargas.
Sin embargo, los productores exigieron que fuera una de las primeras tomas de contacto. Esta falta de finura reflejaba muy bien la forma de proceder de la industria, puesto que una escena con desnudos apetecibles siempre resulta un reclamo de taquilla. Irónicamente, una de las mejores acciones en semejante esperpento vino de un hombre de fe, el afamado padre Arpa, uno de los confidentes de Federico Fellini. El clérigo habló con los jóvenes para que tomasen el asunto con la naturalidad del propio acto.
Gracias sobre todo a Vargas y su fusión con la furtiva intrusa, el momento se convirtió en uno de los más recordados de la película El nombre de la rosa. La fuerza de ambos en pantalla, su incredulidad y descubrimiento, excede la propia distancia que recorre el minucioso bisturí de Eco para hablar del asunto. La novela no tendrá piedad con nuestra enigmática mendiga, la cual arde por culpa del proceso de Gui. El film la exonera, permitiendo una última mirada con Adso antes de que abandone su tierra para siempre en compañía de su maestro.
Aquí podríamos establecer cierto punto intermedio. Nos hallamos en las aguas más oscuras de la abadía, más incluso que esa torre secreta con libros olvidados y prohibidos. El momento donde se bifurcan literatura y película para dividir cualquier armonía en el concilio de fans.
Hæreticae pravitatis
El guion de la adaptación de El nombre de la rosa, busca en exceso el happy ending, incluso permitiendo la muerte del inquisidor en una aparatosa huida por las protestas campesinas. En realidad, el temido dominico pudo seguir ejerciendo su influjo en la Historia y reforzar su leyenda negra dentro de las comunidades de presuntos herejes que asoló. Además, esto nos impide siquiera algún diálogo más entre Abraham y Connery. ¿Cómo fue realmente su colaboración? ¿Hubo un momento donde fray Guillermo de Baskerville se vio reflejado en el espejo fanático de su colega y por eso decidió tomar otro rumbo?
Salvar a la aldeana es harina de otro costal. Valentina Vargas eleva incluso a su contrapartida literaria, haciendo que deseemos saber mucho más de ella, puesto que es una de las grandes lagunas de un relato que se basa en ir descubriendo todo. Hay un punto de lujuria y posterior locura de remordimiento en el acto sexual de ambos en las páginas, mientras que, siguiendo el sabio consejo de Arpa, el film trata esta espinosa cuestión con mayor naturalidad y esa difícil simplicidad que suele eludir a la ficción.
Hay un instante donde los personajes de Connery, Slater y Vargas se convierten en una especie de verdadera familia. Mientras que el texto nos deja con el amargo sabor de boca de que el perspicaz fraile fallecerá por la terrible Peste en el futuro, nuestro narrador en off convierte ese último instante en un momento cariñoso entre padre e hijo.
Al haber podido salvar en esta versión a esa muchacha anónima, su vínculo queda mucho más estrecho que por los lazos del magisterio maestro-aprendiz. Probablemente, ambos sean conscientes de que ella les protegió anteriormente de algo mucho más importante, ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo si al final pierde su alma?