La cara del mal en ‘Cumbres Borrascosas’, de Emily Brontë
Cumbres Borrascosas se publicaría justo un año antes de la muerte de Emily Brontë (1818-1848) bajo el pseudónimo de Ellis Bell y poco se esperaban que, revestida de historia romántica, lo que contaría la buena de Emily sería básicamente la historia casi del demonio. Y menos que lo haría de esa forma, asociándose automáticamente la belleza en su escrito con el mal que se escondía detrás.
Son muchas las adaptaciones que ha tenido a día de hoy Cumbres Borrascosas en todos los medios posibles, y sin embargo, parece que en ninguna de ellas llega a calar de verdad la oscuridad latente de la historia.
La historia de Catherine y Heathcliff, ahora tan evidentemente reconocida como una de las grandes obras de la literatura inglesa, no lo fue tanto en su momento justo por cómo se presentaba esta historia ante los lectores: pasiones violentas que atentaban contra la moral del momento y contra el decoro. Quizá fue el hecho de saltarse todo tipo de corrección lo que llevó a que ciertas críticas no la dejaran muy bien parada.
Sin embargo, lo que hizo Emily Brontë no tenía precedentes. Se adentró en una historia de pasiones salvajes, rompiendo con la corrección y la moral, casi como un acto de irreverencia adolescente, muy en la línea del Romanticismo, que más bien era un acto de descubrimiento.
La construcción del mal, HEATHCLIFF
Todo comienza con el niño huérfano, el salvaje que trae Earnshaw, padre de Catherine y Hindley, de la nada. De procedencia desconocida, pasional, genuino, instintivo, y muy lejos de la civilización de aquella casa. De alguna manera Heathcliff representa la vida en bruto, en ese estado puro, como un brote salvaje en medio de un campo meticulosamente cuidado.
Este niño venido de la nada ya de por sí, acumula todo el odio del mundo, enfadado con las circunstancias, parece que la realidad le sonríe cuando es adoptado en cierta forma por Earnshaw y llevado a la casa. Sin embargo, el hater interior despierta de nuevo cuando Hindley, hermano de Catherine, comienza a tratarlo con un desprecio absoluto.
Cuando Heathcliff llega a esa casa es un animal salvaje. Lo es incluso desde su mismo nombre, despojado de apellido. El propio origen difuso del personaje le dota aún más de ese carácter ambiguo y misterioso.
Los personajes de la historia están cuidados con detalle y esmero, van más allá del muñeco ficticio que nos creemos. Y, sin embargo, quedan reducidos a nada junto a Heathcliff. Se los come, los hace olvidables, se eleva hasta el punto de que todo parece (y lo hace) orbitar a su alrededor. Se convierte, por cómo se lo dibuja, en una especie de ser mitológico. Desde su descripción física, sus gestos, su historia y su esencia misma.
La entrada de Heathcliff en esa casa supone una ruptura del equilibrio aparente. Un elemento extraño que viene a robar atenciones y que hace peligrar el estatus de otros miembros. De ahí que automáticamente se convierta en un enemigo para Hindley, que parece percibir que le ha robado su puesto, o para Linton. Incluso para Catherine, pese al vínculo que estos establecen, sigue siendo algo molesto.
La transformación del diablo
Debido al rechazo que genera, Heathcliff acaba por convertirse en la diana de los ataques de Hindley. Percibe que ese mundo no es el suyo, que si no fuera por Catherine y su padre no tendría lugar alguno allí, y aun así, pese a la buena relación que establece con ella, esta sigue considerándolo como algo lejos de su realidad y que amenaza su estatus. De ahí que la semilla del odio y el resentimiento empiece a echar raíces. Una vez Catherine desaparece para casarse con Linton, alguien que sí parece estar a su altura, Heathcliff desaparece también.
En cierta forma, se ve obligado a marcharse, el desprecio o la desaparición de aquellos con los que estableció un vínculo no le deja otra salida y el odio, que se mantuvo contenido a ratos, se ve revitalizado. Ese oasis pequeño en medio del desierto desaparece, como si el demonio perdiera su reino, pero con el agravante de que es él mismo quien decide abandonarlo. Con su marcha la primera inocencia infantil se esfuma definitivamente y con ella también ese primer mundo salvaje e instintivo que trajo consigo. El Heathcliff que se va no vuelve más.
Con su vuelta se produce una renovación, el salvaje parece haberse civilizado, como si fuera lo que se esperaba de él. No deja de ser curiosa la oposición que se produce entre los dos Heathcliffs. A la vuelta, hecho todo un señor de bien ya, aparentemente lejos de su salvajismo primitivo, como si hubiera cogido la forma de la sociedad. No se sabe dónde ha estado, pero sí sabe por qué ha vuelto.
Tosco y reventado, cansado, harto. Más cargado de odio que antes, regresa buscando venganza. Vuelve habiendo metido en un traje socialmente adecuado al demonio mismo. Lo ha refinado, lo ha enseñado y lo ha afilado, aunque el control del salvaje no siempre se produce pues aunque contenida, “todavía acechaba una fiereza semicivilizada en las cejas hundidas y en los ojos llenos de fuego negro.” Una fiereza que acabaría encontrando nuevos caminos para manifestarse.
La transformación en el diablo de Heathcliff, un diablo que ya parecía estar ahí agazapado, conlleva la corrupción misma de la vida, la destrucción de la primera inocencia. El Heathcliff que vuelve, civilizado, trae también un odio renovado por el desprecio recibido y la pérdida de lo que amó durante un tiempo.
El paraíso perdido
En medio de esas tierras ariscas se encuentra un páramo aislado, solitario, oscuro y que acaba siendo escenario de las pasiones más tormentosas. Sin embargo, ese lugar gris se acaba revelando como un paraíso para sus habitantes. Y así lo presenta el narrador desde el mismo principio, con la llegada a Cumbres Borrascosas de Lockwood, el nuevo inquilino: “un paraíso perfecto para un misántropo”. Un lugar alejado por completo de la sociedad. Una presentación que encaja a la perfección con el monstruo que en ese momento deambulaba por la casa.
Y es que Heathcliff es Cumbres Borrascosas. Proyecta una sombra tan inmensa que todo a su alrededor, pese a la potencia que también pueda tener, desaparece y gira en torno a él.
Cuando Heathcliff toma Cumbres, el lugar se transforma en el mismo Heathcliff. O puede que fuera al revés y la casa acabara convirtiendo al huérfano por civilizar en quien es. Lo cierto es que Cumbres y su dueño son la misma cosa, como si estuvieran inherentemente vinculados. La casa y su habitante forman un todo. Oscuro, frío, aislado, tormentoso, arisco y lleno de venganza, un páramo abandonado a su suerte del que parece haberse alejado toda manifestación del afecto.
Cumbres también se caracteriza por esa aura de misterio. Tanto el personaje como la casa están envueltos en la incógnita y lo inhóspito, son reacios a lo que no pertenece allí, como un día lo fuera también con el propio Heathcliff.
Ese lugar fantástico y casi mítico que es Cumbres Borrascosas hace equilibrio entre dos mundos, como a veces también lo hace Heatchliff. Entre el mundo de la vida y de la muerte, el mundo salvaje y el civilizado, el de los adultos y el de la infancia, de la culpa y la inocencia, entre el mundo del odio y del amor. Como si se tratará de un enclave misterioso en medio de un páramo seco, un lugar fronterizo donde el equilibro apenas se mantiene pero donde todo confluye.
Más allá de Heathcliff
Más allá de la perversidad que rodea a Heathcliff y lo convierte casi en un ser de otro mundo que se mueve como un fantasma por la realidad, Catherine también tiene otras formas de encuadrarse dentro de este mundo de lo perverso. Caprichosa y exigente, manipuladora, niña bien pero enjaulada en ese lugar inhóspito que se quedaría fascinada por la existencia de H, como quien descubre la vida que existe más allá de lo que tiene delante. En cierta forma, como quien descubre la libertad.
El paralelismo entre Catherine y Heathcliff llega hasta el punto en el que se empiezan a difuminar las fronteras de la identidad y la propia C declamaría ese famoso “¡Yo soy Heathcliff!.” Puede que razón no le faltara. De ahí el vínculo poderosísimo que se crea entre los dos, más allá de entenderlo como una historia de amor, acaba siendo el reconocimiento en el otro de lo propio. Como si fueran lo mismo pero eso mismo dos veces, uno junto a otro, es demasiado, todo lo destruye.
La prueba está en que ese vínculo no es suficiente para eliminar el desprecio que, aunque no como el de Hindley, acaba mostrando respecto a Heathcliff. No es el otro lo que importa, si no el yo en el otro.
Lo perverso, lo oscuro y la amenaza de lo maligno está en todas partes. Todos los personajes se ven tocados por las sombras en mayor o menor medida. Desde ese inicio que recuerda al principio de un cuento de hadas terrorífico, a pesar de que a luz aparezca por momentos. Cumbres Borrascosas no deja de ser un pulso constante entre dos fuerzas encarnadas en muchas realidades. Como la luz frente la oscuridad, simplificando mucho las cosas, pero también dotando de nuevo de ese carácter mítico y romántico a la historia. Cumbres Borrascosas no deja de ser, en cierta forma, la caída en desgracia del mismo demonio. Una y otra vez.
¡El diablo se ha llevado su alma!” -gritaría el criado una vez lo encontraran muerto con los ojos abiertos. Y añadiría: “¡Mira qué malvado! Está enseñando los dientes a la Muerte…
Cumbres Borrascosas.
Efectivamente. Un demonio arrastrado por otro demonio.
Portada de Sara Morante para la edición de Cumbres Borrascosas de la Editorial Alma.