Charles Bukowski, el genio de la botella y la sencillez de lo cotidiano
Quizá sea demasiado ambiguo opinar de la gran trayectoria de Charles Bukowski, de ese ímpetu casi corrosivo que afloraba de sus letras, como un esputo sangrante de bravuconería que necesitaba manchar, al menos, molestar. Porque así es la obra de un genio que crucificó su vida a sabiendas de que para él, la certeza de la muerte y sus formas no eran nada más que un proceso hacia la nada, hacia el encuentro del silencio más absoluto.
Genio, como pocos, con una madurez y una sencilla facilidad por desear verdad, aunque duela, versos aferrados a la enigmática esencia de su bestia interior, deambulando por cada noche solitaria, por cada bar de mala muerte.
Mendigando una colilla y el hedor de la indulgencia, así, de este modo tan abrumador y explosivo, podríamos hablar de toda su obra e incluso de sus hazañas menos nombradas (pocas diría yo), pero suficientes para convertirle en un poeta maldito. Más terrorífico que Rimbaud, más agresivo y más repulsivo que Verlaine, más aterrador que cualquier mortal sobre la tierra.
Charles Bukowski: La bofetada de la juventud
La juventud es caprichosa y él pudo sentirla como una bofetada temprana, golpes y más golpes, silencio y complicidad familiar, heridas físicas y psíquicas durante su adolescencia. La piel de Bukowski, además, estaba machacada por el acné vulgaris, que le provocó las cicatrices que conformaban su emblemática cara angulosa y de la que se acomplejaba.
Comenzar de esta manera una vida, destroza cualquier esperanza de belleza, cualquier sensación de estima hacía aquello que, ni tan siquiera has tenido tiempo de conocer. De aquí sus frustrados intentos de convivir, al menos, con aquellas mujeres a las que amó.
Se hace justo ensalzar esa necesidad del poeta de utilizar un lenguaje agresivo y una temática marginal, a menudo obscena o violenta, y dar forma a una obra singular, entre cuyos títulos destacan El cartero (1971), Escritos de un viejo indecente (1969), Ordinaria locura (1976) y Música de cañerías (1983).